Porque hay historias que no acaban con un Fin,
lo hacen con un CONTINUARÁ
Extiende tus alas
precuela de ... O te sacarán los ojos
«Antiguamente, la gente creía que cuando alguien muere, un cuervo se lleva su alma al mundo de los Muertos, pero a veces ocurre algo tan terrible, que junto con el alma, el cuervo se lleva su profunda tristeza, y el alma no puede descansar. Pero a veces, solo a veces, el cuervo es capaz de traer de vuelta el alma, para enmendar el mal.»
James O’Barr, The Crow
—¿Puedes oírlo?
—No oigo nada.
—De eso se trata. Escucha bien. ¿Lo oyes? Está ahí, muy bajito, muy débil. ¿Seguro que no puedes oírlo? Es un compás, tic-tac. ¿Ahora lo oyes? Es tu corazón, en tu pecho, latiendo. Tic-tac, tic-tac...
—¡No oigo nada!
—Entonces es cierto... estás muerta.
***
Era de noche y la lluvia caía implacablemente sobre su rostro. Intentó abrir los ojos pero el aguacero era tal, que era imposible entreabrirlos sin que cientos de gruesas gotas le obligaran a cerrarlos de nuevo. El agua entraba por la nariz y la boca, obstaculizando su respiración. Tosió para vaciar sus vías en un desesperado intento de llevar aire a sus pulmones. Le llevó un rato darse cuenta de que no era necesario; no se ahogaría aunque cayera en el mar.
Se incorporó. ¿Dónde estaba? Tirada en el suelo, en algún punto de un lugar remoto, en medio de la nada. A su alrededor solo había barro; un lodazal que había impregnado sus ropas empapadas. Se fijó en la ropa que llevaba: no podía reconocerla. Estaba rota y sucia y no todas las manchas eran de tierra. Una camisa con los botones arrancados y una placa en el pecho con un nombre escrito que no le decía nada: Marie. ¿Ese era su nombre? ¿Por qué no podía recordarlo?
Intentó ponerse de pie. No se percató de las medias rotas, parcialmente bajadas, que la hicieron trastabillar y a punto estuvo de caerse. Se sentó en el suelo y se las quitó. Las observó en su mano durante un momento y se dio cuenta de que estaba temblando ante la visión de la malla agujereada.
Gritó.
Gritó de asco, de dolor, de rabia. Gritó y arrojó la prenda lejos de ella. Ahora sabía; ahora recordaba.
Y eso dolía.
***
—¡No estoy muerta! ¡No puedo estar muerta!
—Pero sin embargo es así. Lo estás. ¿Qué ves?
—¡Nada! Todo está a oscuras.
—Abre los ojos.
***
El aguacero desdibujaba las luces de los faros transformándolas en halos espectrales. La vieja radio emitía una sintonía atronadora, John la reconoció al momento y subió el volumen acompañando la canción con su propia voz. Cogió un cigarrillo sin perder de vista la carretera. Tenía que dejarlo, era un mal vicio, pero ya estaba dejando demasiadas cosas y el tabaco no estaba en su lista de prioridades. Hizo ademán de coger el encendedor del coche pero se le escurrió entre los dedos.
—¡Mierda! —masculló.
Estiró el brazo y palpó la alfombrilla hasta que dio con el metal candente. Sonrió y con un gesto triunfal encendió el cigarrillo.
Fue un segundo, un instante que separa la vida y la muerte, ella se cruzó como salida de la nada. No tenía que estar allí. ¿Por qué iba a estar allí? La carretera estaba desierta, ningún coche en ninguno de los sentidos, ninguna casa en millas, pero allí estaba.
—¡Joder! —gritó John y apretó el freno dando un golpe de volante para esquivar a la mujer.
Fueron unos momentos de incertidumbre. La vieja carraca se salió de la carretera no sin antes dejar el dibujo de sus neumáticos en el asfalto.
—¡Mierda, mierda, mierda! —exclamó mientras intentaba deshacerse del cinturón de seguridad y salir del coche—. No, no, no. ¡Qué no haya pasado nada, por Dios!
Pero no había pasado nada, ella seguía allí, en medio de la carretera, sin inmutarse siquiera a pesar del aguacero. John suspiró aliviado, por un momento su corazón había dejado de bombear sangre pero no había de qué preocuparse; ella estaba bien, allí, de pie, exactamente como estaba cuando tuvo que esquivarla. El miedo iba siendo poco a poco reemplazado por la ira.
—¿Eres idiota? —gritó—. ¿Acaso no ves que casi te atropello? ¿Qué haces en medio de la carrete...
Al acercarse a ella se percató de su estado. No estaba bien, sus ropas rotas, la mirada perdida...
—¿Estás bien? —Enseguida lamentó la pregunta— ¿Te han...? —Tragó saliva— ¿Te han... violado?
***
—¿Quién eres?
—No lo sé...
—Piensa un poco. ¿Quién eres?
***
La secretaria arqueó una ceja cuando vio su permiso de conducir.
—Sí, es auténtico —dijo John con brusquedad—. Me encontraron en la basura ¿vale?
La mujer le miró con desdén y le devolvió la tarjeta. No era la primera vez que tenía una conversación parecida y seguro que no iba a ser la última.
John Doe; los chicos del orfanato, o quién quiera que le puso el nombre, no habían brillado por su originalidad; cada vez que alguien lo veía, tenía que explicar la historia de su triste vida. Con el tiempo, había aprendido a verlo con humor pero esa noche no tenía tiempo para el humor. Solo tenía que recoger un par de piezas y volver al agujero que había convertido en su hogar, nada más. ¿Quién tenía qué verle? Nadie. Recoger piezas, desaparecer; parecía sencillo, pero se había complicado. Había tenido que llevar la chica al hospital, no podía dejarla donde la encontró y acercarse a una comisaría era demasiado arriesgado. ¡Diablos! Acercarse a la condenada ciudad ya había sido demasiado arriesgado.
—¿Seguro?
—Yo no soy el paciente.
—¿No tiene seguro?
—No, no tengo seguro. ¡Pero no es para atenderme a mí! Traigo a una chica, creo que la han violado.
—¿La ha violado?
—¿Qué si la he violado yo? Por supuesto, y la traigo al hospital para que le hagan las pruebas y me puedan detener. Es más, tráigame la tinta que ahora mismo le daré mis huellas. ¿No tiene cámara de fotos? Así me ficha de antemano y nos ahorramos el papeleo.
—¿Eso es un sí?
—Pe-pero... —John agachó la cabeza y tomó aire, empezaba a desesperar. Respirar hondo, relajarse, no podía ser tan complicado—. A ver; no la he violado yo, me la he encontrado en la carretera y casi la atropello.
—Entonces... ¿es un accidente de tráfico?
—¡No! —Inspirar, expirar, tomar aire, relajarse—. No, no la he atropellado, he dicho que casi la atropello pero no fue así. Me la he encontrado, parece que la han violado y la he traído. Ya está, solo quiero que alguien la atienda y me voy. Nada más.
—¿Cómo se llama ella?
—No lo sé, no ha dicho nada desde que la recogí.
—Entonces, ¿cómo sabe que la han violado?
—¡No lo sé!
—Señor, debería bajar la voz.
—¿Quiere dejar de hacerme preguntas estúpidas y atenderla?
El tono de John hacía rato que había sobrepasado los decibelios de una conversación normal. La gente le miraba, eso no era bueno, no tenía que llamar la atención, no cuando sabía quién le estaba buscando.
—¿Hay algún problema? —Un policía. John tragó saliva y negó con la cabeza intentando conservar la calma.
—¿Sabe qué? Mejor me marcho —dijo a la mujer del mostrador bajando el tono de voz—. La he traído y ahora pueden atenderla, no tengo por qué quedarme. Disculpe las molestias.
Se despidió con un gesto airado y empezó a caminar hacia la salida aparentando normalidad. Allí estaba la clave, en aparentar, en intentar disimular que su corazón parecía a punto de explotar y que tenía que controlarse para no echar a correr.
—¡Chico! —El policía le llamó. John no se giró—. ¡Eh, chico!
John estaba temblando y se debatía entre abrir la puerta y obedecer a la voz. Decidió hacer caso a esta última. Es una ciudad grande, no tiene por qué estar buscándome a mí. No tiene por qué saber quién soy. Si le doy motivos para perseguirme será peor.
El policía manoseaba su gorra mientras se acercaba.
—¿Dónde está la chica? —preguntó encogiéndose de hombros—. Aquí no hay ninguna chica.
—Pero... —John dudó. La había dejado sentada en uno de los bancos de la sala de espera pero, efectivamente, allí no había ninguna chica—. No sé dónde está.
—Chico —dijo el policía—, ¿estás borracho?
—No, señor.
—¿Drogas?
—No, señor —dijo, consciente de las marcas de antiguos pinchazos que se ocultaban bajo la chaqueta—, nada de drogas, nada de alcohol... Había una chica.
—Ni drogas, ni alcohol, chicas... Vaya —Se acercó hasta susurrar en su oído— . Ahora eres un modelo de buena conducta, Johnny.
La sangre se congeló en sus venas al reconocer su nombre. Quiso salir corriendo pero antes de darse cuenta, el policía le había derribado estrellando su cabeza contra el suelo. El impacto resonó detrás de los ojos, y creyó que el cráneo le iba a estallar.
—¡No es más que un borracho graciosillo! —dijo alzando la voz para que le oyeran en la sala—. Una noche en la trena y mañana no tendrá ganas de juerga. No sabes cuánto te hemos buscado, Johnny —añadió para que solo le oyera él—, el viejo Ray ha ofrecido una generosa recompensa a quien le devuelva a su chico favorito.
Apenas ofreció resistencia, el agente se sentó en su espalda y sin ningún tipo de delicadeza le retorció los brazos para ponerle las esposas.
—¡Si lo que quiere es el dinero puedo devolvérselo! —mintió John. Hacía tiempo que el dinero había desaparecido, pero podía ganar tiempo.
—No lo entiendes, chico. No ofrece una recompensa por el dinero, la ofrece por ti. Le partiste el corazón al irte de esa forma. Eso no se hace, no, no, no. ¡Chico malo!
Le agarró por el cuello de la chaqueta y le obligó al levantarse. El coche patrulla estaba aparcado justo en la entrada, en la zona reservada a las ambulancias. ¿Quién iba a multar a un policía? John se agitó intentando liberarse de la presa en un fútil intento de escapar pero fue inútil. A su pesar, acabó encerrado en el asiento trasero del coche lamentando el momento que había decidido entrar en el hospital. Y la chica... la chica había desaparecido por completo. Era como si nunca hubiera existido. Intentó no llorar, sabía lo que le esperaba y le aterraba, pero no lloraría, ya no era un niño. Repasó los dientes con la lengua para comprobar que estuvieran todos, el gusto metálico de la sangre le alarmó pero no parecía que faltara ninguno. ¡Cómo si fuera importante conservar los dientes para lo que le quedaba de vida!
Las gotas de lluvia se escurrían por el cristal de la ventanilla. Miró al cielo y vio como una sombra negra lo surcaba. El cuervo voló y se posó encima de un contenedor de basura. Sus ojillos negros se clavaron en los de John y cruzaron sus miradas antes de que salir volando de nuevo.
—Vuela, tú que puedes. —murmuró el chico.
***
—¿Quién es?
—No lo sé.
—¿Lo conoces?
***
Si preguntaras a sus vecinos te dirían que Bill Nelson era un buen tío. Siempre es bueno tener un policía en el barrio, te hace sentir más seguro. Celebraba unas enormes barbacoas en su piscina a las que asistía todo el mundo. No se privaba de nada; había chuletas de las grandes y mucha cerveza, y helados para los niños. Sin ninguna duda, Bill Nelson era un gran tipo.
Esa noche era de madrugada cuando Bill llegó a casa. El pequeño Tom hacía rato que estaba dormido y su mujer también debía de estarlo; un rato de paz, se dijo y abrió una cerveza; había mucho que celebrar. Era una gran noche, había encontrado al chico de Ray y pronto tendría una recompensa. ¡Pobre idiota! Si hubiera sido él ahora mismo habría tres estados de por medio. Pero el chico nunca había destacado por su inteligencia, no, eran sus ojos lo que destacaban. Sí, eso tenía que reconocerlo, el chico tenía unos ojos preciosos y eso que a él no le iban esas cosas. Pero bueno, cada uno a lo suyo, él no se metía en esos asuntos. ¡Claro que sabía lo que pasaba! Todo el mundo lo sabía pero bueno, esos chicos estaban mejor allí que tirados en la calle, ¿no? Tampoco era que fueran angelitos antes de los encontrara Ray. En el fondo, todo era una buena obra. Todos ganaban algo, los chicos: una casa, comida, cosas y ellos... bueno, ellos tenían a los chicos.
Bill se incorporó sobresaltado. ¿Qué era ese ruido? ¿Una ventana abierta? Los batientes golpeaban contra la pared y las cortinas ondeaban furiosas, embravecidas por la tempestad. Bill se levantó a regañadientes del sofá y cerró los postigos maldiciendo y soltando juramentos.Agudizó el oído para comprobar que nadie se hubiera despertado en el piso de arriba. Otro golpe le hizo sobresaltarse de nuevo. Allí había alguien, en el salón, junto a él.
—¿Quién anda ahí?
Una silueta silenciosa surgió de entre las sombras. Minutos antes hubiera jurado que no estaba allí. Era una mujer, podría decirse que una mujer bonita, pero seguro que había tenido momentos mejores. El maquillaje se escurría por sus mejillas dejando surcos negros. La ropa estaba rota pero a ella no parecía importarle, la camisa se entreabría insinuando curvas generosas.
—Shhhh —dijo ella acercando un dedo a su boca—, ¿puedes oírlo? —Se llevó la mano a la oreja—. Creo que está llorando.
—Estás loca —siseó Bill mientras se llevaba la mano a la pistola. No parecía muy peligrosa, era más bien poca cosa y no parecía armada, pero tenía algo que le ponía los pelos de punta—. ¿Quién eres? ¿Cómo has entrado?
—Shhh, si no callas no puedo oírlo. ¿Sabes dónde está?
—¿Dónde está quién? —De repente comprendió—. Oh, ya veo, debes de ser la amiga de Johnny. Yo que tú me olvidaría de él. No creo que mañana puedas reconocerle.
Eso era cierto, no tenía muy claro lo que iba a pasar con el chico, ni tampoco le importaba —ese verano se llevaría a la familia a Hawai, eso sí le importaba— pero lo que estaba claro es que no iba a salir bien librado. Con suerte moriría pronto. Sin suerte... bueno, a él no le importaba.
—¿Me lo has quitado tú?
—Mira, tía, déjate de gilipolleces y lárgate de una puta vez si no quieres que me cabree y te meta un tiro entre las cejas.
—Shhhh, está llorando.
—¡Joder! Claro que está llorando, yo también estaría llorando. ¡Ahora lárgate! Zorra loca.
—Shhhh.
—Métete tu dedo por donde te quepa —dijo agarrándole con brusquedad el dedo con el que indicaba que callara—. ¡Maldita lunática!
Ella frunció el ceño y le tapó la boca y la nariz con las manos. Estaban frías, muy frías, y parecían de acero. Bill se debatió por librarse de ella golpeando su rostro pero era inútil: era como golpear una estatua de mármol. No podía respirar, el aire inflando sus pulmones, los ojos a punto de salir de sus órbitas... Ella no parecía darse cuenta de que él se estaba ahogando. Miraba de un lado a otro, buscando.
—Ahora puedo oírle —dijo y soltó la presa. Bill cayó al suelo boqueando como un pez fuera del agua—. Ya sé dónde está.
—¡Puta! —masculló, sacó su pistola y disparó sin vacilar.
Ella se miró el pecho. Un pequeño círculo rojo se dibujó por debajo de su clavícula. A parte de eso, nada; no pasó nada.
Bill quiso gritar pero el sonido no llegó a abandonar su garganta. Lo último que escuchó fue el crepitar de su propio cuello, lo último que vieron sus ojos inertes fue la silueta de un cuervo.
***
—Bienvenido al País de los Juguetes —murmuró John mientras se levantaba del suelo. Habían cerrado las puertas detrás de él, sabía que por allí no había salida. Buscó con la mirada reconociendo los antiguos escondrijos, quizás pudiera ocultarse en alguno como había hecho con anterioridad. Pero no servía de nada, siempre te acababan encontrando.
El País de los Juguetes no había cambiado mucho desde que lo abandonara años atrás con el firme propósito de no regresar. La enorme nave industrial parecía construida para ser un gran parque de diversiones para adolescentes: los grafitis, la pista de skateboard, la de baloncesto... una enorme pantalla de televisión ocupaba gran parte de un lateral. En definitiva: todo lo que necesitaba un chico para ser feliz. Nadie miraba nunca al piso de arriba, el de habitaciones con ventanas tintadas. Todos habían pasado por allí pero ninguno hablaba de eso. Conversaciones sobre videojuegos entre cubatas y cigarros, en un lugar donde las jeringuillas compartían el sitio con las colillas y montoncitos de polvo blanco se mezclaban con las palomitas de maíz en la mesa de juegos.
—¡Pío-pío! ¡Qué me dicen mis ojos, si es el pequeño Johnny!
Era duro ver en lo que se había convertido su amigo. Apenas tendría un par de años más que él pero parecía que tuviera el doble. Delgado era poco, ni siquiera debía pesar cuarenta kilos, era una especie de esqueleto andante cubierto por pellejo y una bata de vistosas flores rosas.
—Beaver, pensaba que ya no estarías aquí —dijo John con tristeza.
—¿Pío-pío? Pajarito, ¿creías que estaría muerto?
—No —Sí—, es solo que pensé que eras mayor.
—¡Pío-pío! No se envejece en el País de los Juguetes. Alegría, fiesta y vacaciones desde el uno de enero al treinta y uno de diciembre, siete días a la semana y los siete es domingo ¡Pío-pío!
—Ya me sé la propaganda, Beaver —dijo frunciendo el ceño— y sé que tiene un precio. ¿A qué viene esa estupidez del pío-pío?
—¿Pío-pío? ¿Acaso no lo ves? —dijo extendiendo sus brazos y mostrando las telas de colores que colgaban de ellos— ¡Soy un ave del paraíso! Un bello pájaro enjaulado.
—¡Es un colgado! —gritó un chaval que pasó entre ellos con unos patines, no debía tener más de doce o trece años—. La semana pasada era una gatita. ¡Miau!
—Chicos nuevos —observó John.
—¡Pío-pío! Chicos nuevos, montones de chicos nuevos, pío-pío. Salen de las calles y cada día llegan más, pío-pío. Muchos se marcharon cuando tú te fuiste. Pío-pío.
—Me alegro.
—La mayoría están muertos, pío.
John se atragantó con su propia saliva. ¡Muertos! ¿Por qué?
—¿Los mataron?
—No lo sé, pío-pío, solo murieron, la gente muere ¿sabes?
—Sí, Beaver, la gente muere —Y yo seré el próximo si no consigo salir de aquí—. ¿Hay alguna salida?
—¿Salida? Pío-pío, claro, la ventana, solo tienes que volar. Pío-pío, pío-pío, pío-pío. Vuela, pajarito.
Eso no iba a ser de mucha ayuda, las drogas hacía tiempo que habían destrozado el cerebro de su amigo. Pero seguía vivo, y era algo que no podían decir los otros. ¿Qué había pasado? ¿Les habían matado de verdad? ¿Se habían dedicado a cazar a cada uno de los críos? John sabía que estaba muerto, no había ninguna posibilidad de que Ray le dejara vivir y de haberla, no creía que fuera algo que aceptara. Pero tenía su lógica, él fue el que promovió la pequeña rebelión de asnos.
Todos necesitamos un punto de inflexión, algo que nos diga hasta aquí hemos llegado, no pienso continuar. El suyo había sido, sin ninguna duda, la muerte de ese chaval, Kevin, por entonces poco mayor que él. Su “amigo” de esa noche se quejó a Ray de que Kevin había sido poco colaborador. Para entonces el chico llevaba horas muerto de sobredosis y el imbécil de su “amigo” ni siquiera se había dado cuenta de que se había follado a un cadáver.
—¡Mierda, Beaver, esto es serio! —dijo agarrándole de la solapa—. Necesito salir de aquí.
—¿Sabes, pajarito? A veces veo cosas —dijo haciéndose el interesante—. Pío-pío, cosas que otros no ven. Alguien te está buscando, pajarito; la Muerte te está buscando. Pío-pío. Veo cuervos sobre tu cadáver y te arrancarán los ojos.
—Eres un capullo —murmuró John tragándose las lágrimas. Condenado cabrón, había conseguido ponerle los pelos de punta; solo era cuestión de tiempo que su estúpida visión se hiciera realidad.
—Puedo encontrarte una salida, pajarito. —susurró Beaver en su oreja—, no te salvará, pío-pío, pero no te importará que te atrapen, volarás muy lejos —Como si de un ilusionista se tratara, sacó una pequeña pipa de su manga.
John la cogió: la oferta siempre era tentadora y en ese momento que deseaba tanto cerrar los ojos y no despertar, aún lo era mucho más.
—No, gracias —dijo. No pudo evitar un débil temblor en la voz—. Quiero ser yo, el poco tiempo que me queda.
***
—Las alas de la tormenta… ¿Sientes el viento? Me gusta el viento. ¿Oyes los gritos? Todavía están lejos pero se acercan.
—Recuerdo la tormenta… hacía sol y era verano.
***
El sol brillaba en el cielo, era un caluroso día de verano, uno más de tantos otros pero ese día era diferente. Era el último día en que Marie Sawyer, la bonita camarera de Happy Dog, estaba en el pueblo. Se marchaba, como tantos otros antes que ella, a buscar fortuna a la gran ciudad. Apenas llevaba un par de meses en el restaurante pero ya se había ganado a la clientela con su sonrisa sincera y sus bonitos ojos. Había llegado de ninguna parte; nadie sabía nada de ella y nadie lo sabría nunca.
Ray la observó mientras salía del local; era una chica muy linda. En ese momento sonreía y se despedía con la mano de la cocinera del Happy Dog que se había acercado a desearle buena suerte. Todavía llevaba puesto el uniforme del restaurante pero el coche que la esperaba estaba abarrotado de bártulos.
No pensaba regresar, era ahora o nunca.
—Hola, Marie —dijo Ray interceptándola antes de que entrara en el coche—. ¿Te vas sin despedirte?
—No estabas —respondió ella sin dejar de sonreír—. Bueno, que te vaya bien y cuídate, ¿eh? Recuerdos a Martha.
—Sí, bueno…—Ray inspeccionó alrededor cerciorándose de que nadie les observaba—. La cuestión es… que los chicos también quieren despedirse.
—No están —dijo Marie encogiéndose de hombros—, dales recuerdos de mi parte. Ahora tengo que irme.
—¿Por qué tanta prisa? —dijo él interponiéndose entre ella y la puerta del vehículo.
—Ray, déjame subir.
—Por supuesto, por supuesto —dijo echándose a un lado.
Marie no lo vio venir, acababa de abrir la puerta cuando Ray golpeó su cabeza contra el techo. La vista se le nubló y perdió la consciencia. Su agresor aprovechó la oportunidad para empujarla dentro del habitáculo, desplazándola al asiento del copiloto. Él ocupó el del conductor. Encendió el coche y subió la radio.
—Tiene la cara morada.
—Es del golpe de antes, sigue estando buena.
—Todos creen que se ha ido ya, nadie la echará de menos. ¡Bella durmiente, abre tus preciosos ojos!
Marie entreabrió los párpados, la cabeza le iba a explotar y apenas podía ver. A su alrededor había tres hombres. Podía reconocer a Ray y al chico del taller, había un tercero… Ella estaba en el suelo, apoyada contra su coche. Se asustó. ¿Y él? ¿dónde estaba él? No le habrían hecho daño, ¿verdad? Intentó levantarse pero Ray la empujó de nuevo contra el suelo.
—Déjame marchar —suplicó Marie—, por favor, me iré, no ha pasado nada. Déjame marchar.
—¿Marchar? Si aún no hemos empezado a divertirnos.
El llanto surgió de la nada, surcó la habitación y resonó contra las paredes extendiéndose y amplificándose.
—¿Qué es eso? —dijo el mecánico mirando a su alrededor—. ¿Es un bebé?
—¡Joder, tíos! —dijo el otro tipo metiéndose en el coche—. ¡Hay un condenado bebé aquí dentro!
—¡No lo toques! —aulló Marie desesperada. Ray la hizo callar de un puñetazo.
—¿Un bebé? —preguntó extrañado—. ¿Tienes un bebé?
—¡Joder! Esta maldita cosa no se calla.
—Déjalo que llore, Gary, así no se oirán tanto los gritos de ella.
El niño no dejó de llorar ni un solo instante. El llanto, constante y desesperado, ocultó el sonido de los golpes, de la ropa al rasgarse, de los gritos… No dejo de llorar ni un solo momento de la larga agonía de Marie, mientras Ray apretaba las manos alrededor del cuello, los labios morados, los ojos inyectados... Siguió llorando cuando su madre ya no podía moverse, mientras la vida se le escurría lentamente, como la arena entre los dedos.
—¿Qué harás con ella?
—La enterraré en el desierto.
—¿Qué hago con el crío?
—Tíralo a la basura.
***
—¿Qué es lo que quieres? ¿Por qué estás aquí?
— Venganza.
—¿Quién eres?
—Venganza. No es lo que quiero, es lo que soy.
—Lo imaginaba. Extiende tus alas y vuela, Cuervo. ¿Oyes los gritos? Te están llamando, tu festín aguarda.
***
—¡Traédlo! —dijo Ray—, y llamad a los otros, a todos. Que sirva como advertencia.
—Hola, Ray —dijo John tragando saliva.
Uno de sus matones le había agarrado con fuerza, retorcía su brazo en la espalda con una mano y con la otra le obligaba a alzar la cabeza. Ray no había cambiado mucho, aunque había engordado: la vida le había tratado bien. Fumaba un gran puro y echó el humo en el rostro de John. Tosió, no pudo evitarlo. Bueno, al menos no moriría de cáncer de pulmón.
—Johnny —dijo Ray recreándose en cada sílaba—, Johnny, mi pequeño Johnny. Mi chico de la alegría. ¿Sabes? Me dolió mucho tu ausencia, de verdad, creía que teníamos algo especial.
—Sí, bueno, ya sabes… No eres tú, soy yo...
Un puñetazo en la cara y otro en la boca del estómago le hicieron arrepentirse del chiste. No era el momento más oportuno para hacerse el gracioso. De nuevo el sabor metálico en la boca.
—Cada vez que cerraba los ojos te veía, Johnny, te veía mirándome —Caminaba en círculos a su alrededor, estudiándolo como un perro a punto de atacar—. Veía tus ojos. Se me aparecían en sueños, en todas partes: en la camarera del restaurante, en la chica del supermercado... Cada chico que me cruzaba por la calle tenía tus ojos, todos ellos. Esos increíbles ojos tuyos que no consigo arrancar de mi mente —Le agarró por la barbilla y le obligó a mirarle—. Bernat —dijo a su matón—, tráeme un bote con alcohol y una cuchara.
—¿Una cuchara?
—¡Ahora!
—N-no, oye Ray, por favor —suplicó aterrado.
—Tuviste huevos cuando me abandonaste.
—Pero he vuelto.
—Es cierto, has vuelto, ¿por qué? —Era una buena pregunta, ¿por qué se había arriesgado tanto?—. Eras un estúpido entonces, sigues siéndolo. ¿Qué has estado haciendo, Johnny?
—Nada especial; vivir.
Bernat llegó corriendo, resoplando por la carrera, con un bote de cristal y una cuchara de helado. John temblaba como un flan. Dio bandazos intentando liberarse, pero la presa del gorila era sólida, lo único que consiguió fue un doloroso tirón de pelo.
Los otros chicos había ido llegando y se había colocado en semicírculo a su alrededor. Qué bien, hoy había espectáculo.
Ray cogió la cuchara y se la enseñó a John con una sonrisa triunfal.
—Hace años —dijo dirigiéndose a su joven audiencia— este chico tuvo el “valor” de salir de aquí, coger la puerta y renunciar a todo. ¡Bravo por él! Otros le siguieron. ¿Y dónde están ellos ahora, Johnny? ¡Están muertos! ¡Tirados en las aceras con jeringas en los brazos! ¡Congelados en las esquinas! ¡Se cortaron las venas! La vida es dura para los “valientes” allá afuera. Pero Johnny es diferente. Johnny te mira y sabes lo que tienes que hacer. Míranos cuanto quieras Johnny, sigue mirándonos y explícales a los chicos lo que pasa cuando escapas.
Le agarró el rostro, cuchara en mano, obligándole a mantener el párpado abierto.
John gritó.
La claraboya del techo reventó en mil pedazos. Una lluvia de cristales cayó del cielo cuando se rompieron al unísono todas las ventanas. Una a una, las bombillas estallaron. Los chicos salieron gritando, buscando un refugio. El agua caía como un torrente por el agujero del tejado. Todo había quedado a oscuras.
John aprovechó la confusión, se escurrió como una serpiente y se escondió entre las sombras.
—¡Joooonhy! —gritó Ray— ¡No importa cuánto te escondas, solo retrasas lo inevitable!
John se quedó quieto, confiando en que la oscuridad le permitiera pasar inadvertido, buscando una salida, algo que le permitiera mantenerse con vida un poco más.
Un pájaro entró volando; era un cuervo.
***
Apareció de la nada o nadie vio como llegó, caminaba descalza, sin importarle los charcos, los cristales o las chispas que caían de las lámparas rotas. John la reconoció, era la chica de la carretera. Casi ni se acordaba de ella sumido como estaba en sus propios problemas, pero no había ninguna duda. ¿Qué demonios hacía allí?
Se dirigió hacia Ray avanzando con pasos lentos. Los rayos intermitentes iluminaban la escena como si de una película antigua se tratara. A la luz del relámpago vio como alguien la interceptó, era el gorila que le había sujetado poco antes. Al siguiente relámpago estaba tirado en el suelo con el cuello en una postura imposible.
Hubo un disparo, Bernat había sacado su pistola. Con el siguiente relámpago él ya no estaba y ella continuaba caminando.
—¿Dónde está? —preguntó la misteriosa mujer hablando por primera vez. Era extraño, él conocía esa voz pero no podía ubicarla.
—¿Quién demonios eres, zorra? —gruñó Ray. Los relámpagos iluminaban su cara encendida por la rabia.
—Te conozco —dijo la mujer deteniéndose por primera vez. Algo cambió en su rostro desencajándose en una mueca de dolor como si la hubieran atravesado con una espada—. ¡Tú! —chilló señalándole con el dedo—. ¡Tú me lo quitaste!
—¡No te había visto nunca!
—¡Me violaste! ¡Me lo robaste! ¡Me mataste!
—¿Ma-marie? —dijo abriendo los ojos en una expresión de absoluto terror— ¡E-estás muerta! Te maté ha-hace veinte años, ¡yo te enterré! No es posible…
—¿Dónde está? ¿Dónde le has escondido? ¡Devuélveme a mi niño!
—¿El bebé? Oh, cielos —dijo comprendiendo finalmente—. El niño de la basura... ¿John es tu hijo?
—Qué bonito, un reencuentro familiar, lástima que se acabe aquí —dijo Ray.
Y disparó.
Nadie vio de dónde sacó el arma, si la tenía guardada de antes o si recuperó del suelo la de Bernat pero la cuestión era que tenía un arma y había disparado. Un agujero negro se dibujó en la frente de Marie y cayó al suelo.
John gritó y corrió hacia ella. Antes de llegar ella se había vuelto a levantar. Ray rugió y vació su cargador.
—¡Te maté una vez y volveré a hacerlo las veces que hagan falta! —gritó y disparó hasta que lo único que se oía era el gatillo golpeando el tambor vacío.
Lo que sucedió entonces fue muy rápido: Marie desapareció y apareció delante de Ray.
—No tienes corazón —susurró a su oído.
—¿Reproches espectrales? —dijo con sorna.
Marie sonrió. Ya no era la mujer que erraba desorientada; ahora sabía. Hundió su mano en el costillar de Ray y antes de que éste pudiera reaccionar la sacó de nuevo.
—Observaciones espectrales —replicó ella.
Era cierto, en el pecho de Ray había un boquete, y su corazón latía en la mano de Marie. Ray se miró el agujero que se había formado en su cavidad torácica, la sangre manaba a borbotones. Se desplomó a cámara lenta, en su rostro, una mueca de incredulidad perpetua.
—Se acabó —dijo acompañando sus palabras con un suspiro. Parecía tan humana…— Se acabó —repitió dirigiéndose a John—. Eres libre.
John se acercó, caminaba con prudencia pero ya no tenía miedo.
—¿Y tú? — acertó a decir.
—Yo también soy libre—dijo ella con una sonrisa triste—. Ahora es tu turno de volar, mi niño, extiende tus alas.
John se quedó un rato bajo la lluvia, sonreía y lloraba al mismo tiempo. Estaba solo. Delante de él, un cuervo alzó el vuelo y desapareció por la claraboya rota. En el cielo se comenzaban a formar claros.
Tragó saliva y se armó de valor; ahora era su turno de volar.
CONTINUARÁ
Recuerda que puedes descargarte el relato en pdf
aquí
y que puedes seguir la continuación en
Wattpad.
Supongo que más adelante lo subiré al blog. Mientras tanto, ¡espero que os guste!