sábado, 28 de septiembre de 2013

Otra de vampiros

Pues eso, sigo con la siguiente aventurilla de mi personaje de Vampiro: La Mascarada.
En esta ocasión aparecen algunos de los otros personajes de la panda. No los recuerdo a todos, la verdad. Recuerdo acciones concretas pero los mezclo entre diferentes partidas. Así que puede que no sea del todo fiel a los sucesos de aquella sesión. Pero bueno, la historia mola, ¿fale?




Barcelona, año 2012
Las luces de la noche barcelonesa le saludaron desde su privilegiada perspectiva en una de las últimas plantas del hotel Arts como un bullicioso hormiguero que se agitaba sin orden ni concierto, hirviendo de vitalidad ante la perspectiva de una noche neonata.
Aspiró los vapores del tinto que tenía en la mano, y dio un pequeño trago de su copa paladeando su sabor áspero.
—Todavía me sorprende su habilidad para degustar la comida del ganado —dijo el emisario del Príncipe, un personaje de rostro marmóreo y vestido de blanco, que dedicaba su vida y los restos de su alma a servir a su señor más allá de la vida y de la muerte.
Gabhran esbozó una mueca y se planteó por un momento si merecía la pena contestar al burócrata. Podía decirle que degustar una buena comida o un buen vino era comparable a admirar la obra de un pintor o escuchar un concierto, en ambos casos era arte. La capacidad de los humanos por transferir a la física y a la química de los sentidos el poder de emocionar, de convulsionar el espíritu. Pero hablar de emociones con el hombre del príncipe era como hablar de los ángeles a un ateo o sembrar en el desierto.
—Confío en que eso no vulnere ninguna norma —respondió con más acritud de la que su instinto de supervivencia consideraba oportuna.
—Solo las del buen gusto —dijo el personaje.
—Me sorprende —confesó Gabhran con sinceridad—, no sabía que supiera hacer chistes.
—¿Chistes? —repitió el emisario alzando ligeramente las cejas.
—Es igual, olvídelo —suspiró. Gabhran dejó sobre la mesa la copa de vino y se sentó enfrente del emisario—. ¿Y qué es lo que desea Su Majestad en esta ocasión?
En la ciudad había vástagos más viejos, más ricos y mucho más poderosos que él, y todos ellos, siguiendo las normas de la Mascarada, habían jurado lealtad al príncipe de Barcelona. Pero por algún motivo que desconocía pero comenzaba a sospechar, él siempre acababa recurriendo a Gabhran McDormant.
—Su Majestad no está muy contento con el resultado de su último encargo —comentó el emisario. Gabhran sonrió, un edificio de cinco plantas había estallado en llamas y los periódicos se hacían eco de un tiroteo entre deportivos en medio de la Diagonal. No se habían andado con delicadezas.
—Cogimos a los malos, ¿no? —respondió con fingida inocencia—. Y nada de lo que hicimos se vincula con la fauna preternatural, así que la Mascarada sigue a salvo. Como siempre.
—De todas formas —dijo el emisario que parecía compartir su punto de vista—, Su Majestad agradece discreción para su próximo encargo y algo más de… sutileza. —El emisario dejó caer una carpeta con papeles encima de la mesa. Gabhran enarcó una ceja y abrió el expediente. La fotografía de una muchacha de ojos verdes y bonita sonrisa llamó su atención.
—No me diga que tenemos que eliminarla —murmuró.
Se cuidó mucho de que su voz no transparentara el desasosiego que sentía. Sabía que los años, los siglos, habían pasado y que las cosas habían cambiado muchísimo desde los días de su niñez. Pero aun así, los ecos de su vida humana se agitaban cada vez que su objetivo era una mujer.
—No —negó el emisario—. Más bien al contrario. Su Majestad considera que, dado su pasado, usted es la persona adecuada para hacer este tipo de trabajo. Y se refiere a usted, y no a los tipos que suelen acompañarle. —Gabhran esbozó una mueca pero no dijo nada. Los tipos, como los había llamado el emisario, era una panda de indeseables poco vinculados a sus respectivos clanes que, por diversos motivos, habían acabado bajo su protección. Bueno, en realidad, era como si un puñado de garrapatas se hubiera agarrado a él y fuera imposible deshacerse de ellas. Y lo peor era que había empezado a sentir algo de cariño hacia sus molestos parásitos—. Isabella Coelho, veinticuatro años, cantante de ópera.
—¿Cantante de ópera? —se extrañó Gabhran.
—Su Majestad creyó que le parecería interesante —corroboró—. Se trata de una mujer mortal, que no sabe nada de nuestra comunidad y así debe seguir siendo. Su habilidad para camuflarse con el ganado será muy beneficiosa en esta ocasión. Fuentes ajenas a nuestra comunidad parecen indicar que hay… fuerzas, moviéndose tras la muchacha. Es imperativo que durante su estancia en Barcelona, la señorita Coelho no sufra daño alguno y se mantenga alejada de… dichas fuerzas.
—Imperativo —repitió masticando la palabra no sin cierta inquina—. Y supongo que en ninguna parte de esa carpeta aparecerá qué son esas… «fuerzas». —El emisario mostró sus incisivos al sonreír y a Gabhran se le retorcieron las entrañas al ver esa mueca—. Supongo que no puedo decir: «no, gracias» —suspiró.
—Sabe que si quiere seguir gozando de su posición en esta ciudad, eso no es aconsejable.
—Lo sé —«Lo que no sé es si me interesa seguir “gozando” de mi posición en esta ciudad»—. Era solo una pregunta retórica. Hacer de niñera de una chica guapa… supongo que podría ser peor.
—Siempre puede ser peor.
—¿Sabe? Tiene un gran sentido del humor. Deberían contratarle como animador en fiestas.
—No entiendo a qué se refiere —replicó el emisario sin variar un ápice su expresión. Se levantó de su asiento dejando la carpeta encima de la mesa—. Ahí tiene toda la información necesaria. Su horario previsto de llegada y de partida, su agenda, la reserva de su hotel… Todo lo que necesita para que la señorita Coelho pueda cumplir con sus obligaciones así como información sobre su personal. Su Majestad confía en que pueda cumplir con su cometido con discreción y eficiencia.
—Dígale a Su Majestad que iré a verle dentro de cuatro noches, tras finalizar mi cometido. Espero que tenga un hueco en su agenda para mí —dijo Gabhran, ya iba siendo hora de que el príncipe saldara parte de la cuenta que había contraído. Buena voluntad… mucha, pero tampoco era el perro de nadie.
Gabhran ojeó el contenido de la carpeta hasta que el emisario abandonó la habitación. Sus ojos volvían una y otra vez a la fotografía de la muchacha. No era bonita o, al menos, no tenía el estilo de belleza que hacía que los hombres derramaran sangre por ella. Pero tenía una sonrisa dulce y una mirada hipnótica que traspasaba el papel. Pero en toda la información que le habían brindado no había nada que pareciera indicar que la joven era algo más de lo que aparentaba ser.
—¿Qué opinas? —preguntó en voz alta.
Las cortinas cobraron vida y una forma se materializó donde antes no había nada. Gabhran no se extrañó al ver aparecer la familiar silueta árabe de su extraño compañero de piso.
—No me gustan los enemigos que se esconden tras máscaras —dijo, con su marcado acento extranjero—. No has debido aceptar.
—No he tenido opción, ¿recuerdas? —recordó Gabhran.
Elijah no dijo nada, se limitó a coger la foto de la chica y, tras observarla con cuidado, se la arrojó de nuevo.
—No es para ti —dijo, sin dar opción a réplica.
—No me gusta mezclar negocios y placer, pero gracias por el consejo de todas formas. Si necesito ayuda con las mujeres, te buscaré, no lo dudes.
El asesino asamita le ponía los pelos de punta. Todavía no tenía muy claro cómo había acabado viviendo bajo su techo. Al principio, intereses comunes les había puesto en la misma dirección, pero ahora, sencillamente seguía allí. Y cada vez que pensaba en ello menos le gustaba. No era que le hubiera dado motivos para desconfiar de él, al contrario, no sería la primera vez que Elijah le salvara la vida, pero la sospecha de que en realidad había algo más se hacía más fuerte a medida que pasaba el tiempo.
—¿Cuento contigo? —le preguntó Gabhran.
—Por ahora.
***
El sonido de la sala recreativa le recibió nada más salir al pasillo. No necesitó usar sus sentidos ampliados para saber lo que estaba sucediendo en aquella habitación. El olor a tabaco le golpeó la cara como una bofetada nada más abrir la puerta. Gabhran frunció el entrecejo al ver el suelo lleno de palomitas y restos de pizza. Si los juntaran, probablemente la pizza estaría entera, pero las gotas de sangre que desaparecían tras el armario indicaban que probablemente el repartidor no tenía la misma suerte.
—Hola, Gabhran —dijo Rick sin dejar un solo momento de aporrear el mando de la consola.
Ricardo había sido transformado en los ochenta, adicto al porno y a las novelas de series B, había vivido en el sótano de su madre toda su vida. Ahora, era un genio informático y como buen nosferatu, vivía en los sótanos de la ciudad, alejado de todo lo que significaba estar vivo. Pero la vida casi monacal de su clan no era para él. La inmortalidad apenas le había cambiado y el ático de Gabhran era mucho más confortable que su nido en las cloacas. Lo curioso era que, a pesar de lo ruidoso, feo y maloliente que era ese invitado, tenía talentos que habían resultado muy útiles. Rick era un genio de la informática en un mundo que lo virtual tenía casi tanto peso como lo real.
—Hola, príncipe —dijo Guy sin tampoco mirarle, mientras saltaba sobre el sofá y sacudiendo su melena al compás de los golpeteos casi rítmicos de la máquina que maltrataba.
—Te hemos dejado comida —dijo Rick señalando el armario sin dirigir una mirada.
—No, no lo hemos hecho —se rio Guy—. ¡Tenía hambre! —se defendió—. Y la pizza fría no vale nada.
Gabhran ya sabía lo que iba a encontrar cuando abrió la puerta y el repartidor, poco más que un adolescente de origen sudamericano, salió rodando de él. Casi por rutina, se arrodilló a su lado para comprobar que, efectivamente, estaba muerto. Rechinó los dientes e intentó calmarse antes de empezar la enésima discusión.
—¿Qué os he dicho sobre traer la comida a casa? —gruñó.
—Tú te traes a tus putas —observó Guy—. Y no las compartes.
—Mis putas regresan sobre sus dos pies y con la cartera llena, ninguna protesta y todas vuelven si las llamo de nuevo —recordó—. Cosa que no se puede decir del repartidor. Llamáis por teléfono, dais la dirección… ¿Es necesario que le dibujéis un mapa a la policía para encontrar al asesino? ¡Solo hace falta que dejéis mi tarjeta en el cadáver!
—Tranqui, niño lindo —intentó tranquilizarle el ravnos—. Aquí mi colega lo ha arreglado todo.
—Sí, Gabhran —asintió el obeso adolescente—. Hemos hecho el pedido por internet y hemos puesto otra habitación. Guy lo ha interceptado en el ascensor y luego nos desharemos del cuerpo. No te preocupes.
—Recordadme por qué estáis todavía aquí —masculló Gabhran intentando mantener el control.
—Porque eres rico —dijo Guy.
—Por la fibra óptica —dijo Rick.
—Por el servicio de habitaciones, los coches molones y porque pagas las cuentas —continuó Guy.
—Y por la playstation, el Double Sorround, la pantalla gigante con fullHD…
—El canal de porno…
—El canal de porno —corroboró Rick.
—Gracias, ahora está todo mucho más claro —gruñó Gabhran—. Ahora solo necesito averiguar por qué os aguanto yo.
—Porque nos quieres, tío —dijo Guy rodeándole con un brazo—. Somos como una jodida familia de esas que salen en el Disney Channel. Tú eres el chico guapo y popular, Rick es el friki, el estirado de Sergei es el empollón repelente, y el amigo silencioso es el tipo misterioso de pasado oscuro que trae a las nenas de calle.
—¿Y tú? —preguntó— ¿La estrella de rock venida a menos que duerme la mona en el coche y se pinta las uñas del negro mientras protesta ante cada canción que suena en la emisora?
—No —dijo Guy mientras asentía con la cabeza—. Yo soy el líder, el que lleva la voz cantante. El carisma personificado.
A su pesar, Gabhran no pudo contener una carcajada.
—Igual, igual que en el Disney Channel —rio—. ¿Desde cuándo ves tú el Disney Channel?
—Bromeas, ¿no? ¿Acaso no has visto lo buena que está la Hanna Montana esa?
—Estás enfermo —dijo Gabhran al darse cuenta de que hablaba completamente en serio—. Deshaceros de esto —dijo dando una patada al cadáver del suelo—, Su Majestad nos ha dado trabajo. ¿Sergei ha salido? —preguntó al ver que no había rastro del tremere.
—Hoy no le he visto —dijo Rick encogiéndose de hombros—. Pero pasó el día aquí. Se debió marchar a primera hora. ¿Quieres que le llame?
—No, no… él tiene su clan. Sabe cómo encontrarnos —dijo, pero no pudo menos que preocuparse. Si el clan le había requerido podía estar en problemas. Sergei había dicho que guardaría su secreto pero… ¿valía más la palabra de un amigo que la fidelidad al clan?
El Tremere original era un mago que, buscando la inmortalidad, se había condenado a sí mismo y a los suyos. La taumaturgia era poderosa, sí, de eso no cabía ninguna duda, pero no era más que una pálida sombra ante el poder de la verdadera magia. El mago había ganado la inmortalidad pero había renunciado a aquello que lo había hecho poderoso en su momento.
—¿Y qué quiere su Altísima Excelentísima y Odorosísima Majestad en esta ocasión? —preguntó Guy—. Sea lo que sea… ¡Me pido el Hammer!

—No, esta vez cogeremos la limusina —dijo Gabhran con una sonrisa—. Iremos a la ópera.


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