viernes, 6 de diciembre de 2013

... O te sacarán los ojos

Porque hay historias que no acaban con un Fin,
lo hacen con un CONTINUARÁ




Extiende tus alas 
precuela de ... O te sacarán los ojos


«Antiguamente, la gente creía que cuando alguien muere, un cuervo se lleva su alma al mundo de los Muertos, pero a veces ocurre algo tan terrible, que junto con el alma, el cuervo se lleva su profunda tristeza, y el alma no puede descansar. Pero a veces, solo a veces, el cuervo es capaz de traer de vuelta el alma, para enmendar el mal.»
James O’Barr, The Crow


—¿Puedes oírlo?
—No oigo nada.
—De eso se trata. Escucha bien. ¿Lo oyes? Está ahí, muy bajito, muy débil. ¿Seguro que no puedes oírlo? Es un compás, tic-tac. ¿Ahora lo oyes? Es tu corazón, en tu pecho, latiendo. Tic-tac, tic-tac...
—¡No oigo nada!
—Entonces es cierto... estás muerta.

***
Era de noche y la lluvia caía implacablemente sobre su rostro. Intentó abrir los ojos pero el aguacero era tal, que era imposible entreabrirlos sin que cientos de gruesas gotas le obligaran a cerrarlos de nuevo. El agua entraba por la nariz y la boca, obstaculizando su respiración. Tosió para vaciar sus vías en un desesperado intento de llevar aire a sus pulmones. Le llevó un rato darse cuenta de que no era necesario; no se ahogaría aunque cayera en el mar.
Se incorporó. ¿Dónde estaba? Tirada en el suelo, en algún punto de un lugar remoto, en medio de la nada. A su alrededor solo había barro; un lodazal que había impregnado sus ropas empapadas. Se fijó en la ropa que llevaba: no podía reconocerla. Estaba rota y sucia y no todas las manchas eran de tierra. Una camisa con los botones arrancados y una placa en el pecho con un nombre escrito que no le decía nada: Marie. ¿Ese era su nombre? ¿Por qué no podía recordarlo?
Intentó ponerse de pie. No se percató de las medias rotas, parcialmente bajadas, que la hicieron trastabillar y a punto estuvo de caerse. Se sentó en el suelo y se las quitó. Las observó en su mano durante un momento y se dio cuenta de que estaba temblando ante la visión de la malla agujereada.
Gritó.
Gritó de asco, de dolor, de rabia. Gritó y arrojó la prenda lejos de ella. Ahora sabía; ahora recordaba.
Y eso dolía.

***
—¡No estoy muerta! ¡No puedo estar muerta!
—Pero sin embargo es así. Lo estás. ¿Qué ves?
—¡Nada! Todo está a oscuras.
—Abre los ojos.
***

El aguacero desdibujaba las luces de los faros transformándolas en halos espectrales. La vieja radio emitía una sintonía atronadora, John la reconoció al momento y subió el volumen acompañando la canción con su propia voz. Cogió un cigarrillo sin perder de vista la carretera. Tenía que dejarlo, era un mal vicio, pero ya estaba dejando demasiadas cosas y el tabaco no estaba en su lista de prioridades. Hizo ademán de coger el encendedor del coche pero se le escurrió entre los dedos.
—¡Mierda! —masculló.
Estiró el brazo y palpó la alfombrilla hasta que dio con el metal candente. Sonrió y con un gesto triunfal encendió el cigarrillo.
Fue un segundo, un instante que separa la vida y la muerte, ella se cruzó como salida de la nada. No tenía que estar allí. ¿Por qué iba a estar allí? La carretera estaba desierta, ningún coche en ninguno de los sentidos, ninguna casa en millas, pero allí estaba.
—¡Joder! —gritó John y apretó el freno dando un golpe de volante para esquivar a la mujer.
Fueron unos momentos de incertidumbre. La vieja carraca se salió de la carretera no sin antes dejar el dibujo de sus neumáticos en el asfalto.
—¡Mierda, mierda, mierda! —exclamó mientras intentaba deshacerse del cinturón de seguridad y salir del coche—. No, no, no. ¡Qué no haya pasado nada, por Dios!
Pero no había pasado nada, ella seguía allí, en medio de la carretera, sin inmutarse siquiera a pesar del aguacero. John suspiró aliviado, por un momento su corazón había dejado de bombear sangre pero no había de qué preocuparse; ella estaba bien, allí, de pie, exactamente como estaba cuando tuvo que esquivarla. El miedo iba siendo poco a poco reemplazado por la ira.
—¿Eres idiota? —gritó—. ¿Acaso no ves que casi te atropello? ¿Qué haces en medio de la carrete...
Al acercarse a ella se percató de su estado. No estaba bien, sus ropas rotas, la mirada perdida... 
—¿Estás bien? —Enseguida lamentó la pregunta— ¿Te han...? —Tragó saliva— ¿Te han... violado?

***
—¿Quién eres?
—No lo sé...
—Piensa un poco. ¿Quién eres?
***

La secretaria arqueó una ceja cuando vio su permiso de conducir.
—Sí, es auténtico —dijo John con brusquedad—. Me encontraron en la basura ¿vale?
La mujer le miró con desdén y le devolvió la tarjeta. No era la primera vez que tenía una conversación parecida y seguro que no iba a ser la última.
John Doe; los chicos del orfanato, o quién quiera que le puso el nombre, no habían brillado por su originalidad; cada vez que alguien lo veía, tenía que explicar la historia de su triste vida. Con el tiempo, había aprendido a verlo con humor pero esa noche no tenía tiempo para el humor. Solo tenía que recoger un par de piezas y volver al agujero que había convertido en su hogar, nada más. ¿Quién tenía qué verle? Nadie. Recoger piezas, desaparecer; parecía sencillo, pero se había complicado. Había tenido que llevar la chica al hospital, no podía dejarla donde la encontró y acercarse a una comisaría era demasiado arriesgado. ¡Diablos! Acercarse a la condenada ciudad ya había sido demasiado arriesgado.
—¿Seguro?
—Yo no soy el paciente.
—¿No tiene seguro?
—No, no tengo seguro. ¡Pero no es para atenderme a mí! Traigo a una chica, creo que la han violado.
—¿La ha violado?
—¿Qué si la he violado yo? Por supuesto, y la traigo al hospital para que le hagan las pruebas y me puedan detener. Es más, tráigame la tinta que ahora mismo le daré mis huellas. ¿No tiene cámara de fotos? Así me ficha de antemano y nos ahorramos el papeleo.
—¿Eso es un sí?
—Pe-pero... —John agachó la cabeza y tomó aire, empezaba a desesperar. Respirar hondo, relajarse, no podía ser tan complicado—. A ver; no la he violado yo, me la he encontrado en la carretera y casi la atropello.
—Entonces... ¿es un accidente de tráfico?
—¡No! —Inspirar, expirar, tomar aire, relajarse—. No, no la he atropellado, he dicho que casi la atropello pero no fue así. Me la he encontrado, parece que la han violado y la he traído. Ya está, solo quiero que alguien la atienda y me voy. Nada más.
—¿Cómo se llama ella?
—No lo sé, no ha dicho nada desde que la recogí.
—Entonces, ¿cómo sabe que la han violado?
—¡No lo sé!
—Señor, debería bajar la voz.
—¿Quiere dejar de hacerme preguntas estúpidas y atenderla?
El tono de John hacía rato que había sobrepasado los decibelios de una conversación normal. La gente le miraba, eso no era bueno, no tenía que llamar la atención, no cuando sabía quién le estaba buscando.
—¿Hay algún problema? —Un policía. John tragó saliva y negó con la cabeza intentando conservar la calma.
—¿Sabe qué? Mejor me marcho —dijo a la mujer del mostrador bajando el tono de voz—. La he traído y ahora pueden atenderla, no tengo por qué quedarme. Disculpe las molestias.
Se despidió con un gesto airado y empezó a caminar hacia la salida aparentando normalidad. Allí estaba la clave, en aparentar, en intentar disimular que su corazón parecía a punto de explotar y que tenía que controlarse para no echar a correr.
—¡Chico! —El policía le llamó. John no se giró—. ¡Eh, chico!
John estaba temblando y se debatía entre abrir la puerta y obedecer a la voz. Decidió hacer caso a esta última. Es una ciudad grande, no tiene por qué estar buscándome a mí. No tiene por qué saber quién soy. Si le doy motivos para perseguirme será peor.
El policía manoseaba su gorra mientras se acercaba.
—¿Dónde está la chica? —preguntó encogiéndose de hombros—. Aquí no hay ninguna chica.
—Pero... —John dudó. La había dejado sentada en uno de los bancos de la sala de espera pero, efectivamente, allí no había ninguna chica—. No sé dónde está.
—Chico —dijo el policía—, ¿estás borracho?
—No, señor.
—¿Drogas?
—No, señor —dijo, consciente de las marcas de antiguos pinchazos que se ocultaban bajo la chaqueta—, nada de drogas, nada de alcohol... Había una chica.
—Ni drogas, ni alcohol, chicas... Vaya —Se acercó hasta susurrar en su oído— . Ahora eres un modelo de buena conducta, Johnny.
La sangre se congeló en sus venas al reconocer su nombre. Quiso salir corriendo pero antes de darse cuenta, el policía le había derribado estrellando su cabeza contra el suelo. El impacto resonó detrás de los ojos, y creyó que el cráneo le iba a estallar.
—¡No es más que un borracho graciosillo! —dijo alzando la voz para que le oyeran en la sala—. Una noche en la trena y mañana no tendrá ganas de juerga. No sabes cuánto te hemos buscado, Johnny —añadió para que solo le oyera él—, el viejo Ray ha ofrecido una generosa recompensa a quien le devuelva a su chico favorito.
Apenas ofreció resistencia, el agente se sentó en su espalda y sin ningún tipo de delicadeza le retorció los brazos para ponerle las esposas.
—¡Si lo que quiere es el dinero puedo devolvérselo! —mintió John. Hacía tiempo que el dinero había desaparecido, pero podía ganar tiempo.
—No lo entiendes, chico. No ofrece una recompensa por el dinero, la ofrece por ti. Le partiste el corazón al irte de esa forma. Eso no se hace, no, no, no. ¡Chico malo!
Le agarró por el cuello de la chaqueta y le obligó al levantarse. El coche patrulla estaba aparcado justo en la entrada, en la zona reservada a las ambulancias. ¿Quién iba a multar a un policía? John se agitó intentando liberarse de la presa en un fútil intento de escapar pero fue inútil. A su pesar, acabó encerrado en el asiento trasero del coche lamentando el momento que había decidido entrar en el hospital. Y la chica... la chica había desaparecido por completo. Era como si nunca hubiera existido. Intentó no llorar, sabía lo que le esperaba y le aterraba, pero no lloraría, ya no era un niño. Repasó los dientes con la lengua para comprobar que estuvieran todos, el gusto metálico de la sangre le alarmó pero no parecía que faltara ninguno. ¡Cómo si fuera importante conservar los dientes para lo que le quedaba de vida!
Las gotas de lluvia se escurrían por el cristal de la ventanilla. Miró al cielo y vio como una sombra negra lo surcaba. El cuervo voló y se posó encima de un contenedor de basura. Sus ojillos negros se clavaron en los de John y cruzaron sus miradas antes de que salir volando de nuevo.
—Vuela, tú que puedes. —murmuró el chico.

***
—¿Quién es?
—No lo sé.
—¿Lo conoces?
***

Si preguntaras a sus vecinos te dirían que Bill Nelson era un buen tío. Siempre es bueno tener un policía en el barrio, te hace sentir más seguro. Celebraba unas enormes barbacoas en su piscina a las que asistía todo el mundo. No se privaba de nada; había chuletas de las grandes y mucha cerveza, y helados para los niños. Sin ninguna duda, Bill Nelson era un gran tipo.
Esa noche era de madrugada cuando Bill llegó a casa. El pequeño Tom hacía rato que estaba dormido y su mujer también debía de estarlo; un rato de paz, se dijo y abrió una cerveza; había mucho que celebrar. Era una gran noche, había encontrado al chico de Ray y pronto tendría una recompensa. ¡Pobre idiota! Si hubiera sido él ahora mismo habría tres estados de por medio. Pero el chico nunca había destacado por su inteligencia, no, eran sus ojos lo que destacaban. Sí, eso tenía que reconocerlo, el chico tenía unos ojos preciosos y eso que a él no le iban esas cosas. Pero bueno, cada uno a lo suyo, él no se metía en esos asuntos. ¡Claro que sabía lo que pasaba! Todo el mundo lo sabía pero bueno, esos chicos estaban mejor allí que tirados en la calle, ¿no? Tampoco era que fueran angelitos antes de los encontrara Ray. En el fondo, todo era una buena obra. Todos ganaban algo, los chicos: una casa, comida, cosas y ellos... bueno, ellos tenían a los chicos.
Bill se incorporó sobresaltado. ¿Qué era ese ruido? ¿Una ventana abierta? Los batientes golpeaban contra la pared y las cortinas ondeaban furiosas, embravecidas por la tempestad. Bill se levantó a regañadientes del sofá y cerró los postigos maldiciendo y soltando juramentos.Agudizó el oído para comprobar que nadie se hubiera despertado en el piso de arriba. Otro golpe le hizo sobresaltarse de nuevo. Allí había alguien, en el salón, junto a él.
—¿Quién anda ahí?
Una silueta silenciosa surgió de entre las sombras. Minutos antes hubiera jurado que no estaba allí. Era una mujer, podría decirse que una mujer bonita, pero seguro que había tenido momentos mejores. El maquillaje se escurría por sus mejillas dejando surcos negros. La ropa estaba rota pero a ella no parecía importarle, la camisa se entreabría insinuando curvas generosas.
—Shhhh —dijo ella acercando un dedo a su boca—, ¿puedes oírlo? —Se llevó la mano a la oreja—. Creo que está llorando.
—Estás loca —siseó Bill mientras se llevaba la mano a la pistola. No parecía muy peligrosa, era más bien poca cosa y no parecía armada, pero tenía algo que le ponía los pelos de punta—. ¿Quién eres? ¿Cómo has entrado?
—Shhh, si no callas no puedo oírlo. ¿Sabes dónde está?
—¿Dónde está quién? —De repente comprendió—. Oh, ya veo, debes de ser la amiga de Johnny. Yo que tú me olvidaría de él. No creo que mañana puedas reconocerle.
Eso era cierto, no tenía muy claro lo que iba a pasar con el chico, ni tampoco le importaba —ese verano se llevaría a la familia a Hawai, eso sí le importaba— pero lo que estaba claro es que no iba a salir bien librado. Con suerte moriría pronto. Sin suerte... bueno, a él no le importaba.
—¿Me lo has quitado tú?
—Mira, tía, déjate de gilipolleces y lárgate de una puta vez si no quieres que me cabree y te meta un tiro entre las cejas.
—Shhhh, está llorando.
—¡Joder! Claro que está llorando, yo también estaría llorando. ¡Ahora lárgate! Zorra loca.
—Shhhh.
—Métete tu dedo por donde te quepa —dijo agarrándole con brusquedad el dedo con el que indicaba que callara—. ¡Maldita lunática!
Ella frunció el ceño y le tapó la boca y la nariz con las manos. Estaban frías, muy frías, y parecían de acero. Bill se debatió por librarse de ella golpeando su rostro pero era inútil: era como golpear una estatua de mármol. No podía respirar, el aire inflando sus pulmones, los ojos a punto de salir de sus órbitas... Ella no parecía darse cuenta de que él se estaba ahogando. Miraba de un lado a otro, buscando.
—Ahora puedo oírle —dijo y soltó la presa. Bill cayó al suelo boqueando como un pez fuera del agua—. Ya sé dónde está.
—¡Puta! —masculló, sacó su pistola y disparó sin vacilar.
Ella se miró el pecho. Un pequeño círculo rojo se dibujó por debajo de su clavícula. A parte de eso, nada; no pasó nada.
Bill quiso gritar pero el sonido no llegó a abandonar su garganta. Lo último que escuchó fue el crepitar de su propio cuello, lo último que vieron sus ojos inertes fue la silueta de un cuervo.

***

—Bienvenido al País de los Juguetes —murmuró John mientras se levantaba del suelo. Habían cerrado las puertas detrás de él, sabía que por allí no había salida. Buscó con la mirada reconociendo los antiguos escondrijos, quizás pudiera ocultarse en alguno como había hecho con anterioridad. Pero no servía de nada, siempre te acababan encontrando.
El País de los Juguetes no había cambiado mucho desde que lo abandonara años atrás con el firme propósito de no regresar. La enorme nave industrial parecía construida para ser un gran parque de diversiones para adolescentes: los grafitis, la pista de skateboard, la de baloncesto... una enorme pantalla de televisión ocupaba gran parte de un lateral. En definitiva: todo lo que necesitaba un chico para ser feliz. Nadie miraba nunca al piso de arriba, el de habitaciones con ventanas tintadas. Todos habían pasado por allí pero ninguno hablaba de eso. Conversaciones sobre videojuegos entre cubatas y cigarros, en un lugar donde las jeringuillas compartían el sitio con las colillas y montoncitos de polvo blanco se mezclaban con las palomitas de maíz en la mesa de juegos.
—¡Pío-pío! ¡Qué me dicen mis ojos, si es el pequeño Johnny!
Era duro ver en lo que se había convertido su amigo. Apenas tendría un par de años más que él pero parecía que tuviera el doble. Delgado era poco, ni siquiera debía pesar cuarenta kilos, era una especie de esqueleto andante cubierto por pellejo y una bata  de vistosas flores rosas.
—Beaver, pensaba que ya no estarías aquí —dijo John con tristeza.
—¿Pío-pío? Pajarito, ¿creías que estaría muerto?
—No ——, es solo que pensé que eras mayor.
—¡Pío-pío! No se envejece en el País de los Juguetes. Alegría, fiesta y vacaciones desde el uno de enero al treinta y uno de diciembre, siete días a la semana y los siete es domingo ¡Pío-pío!
—Ya me sé la propaganda, Beaver —dijo frunciendo el ceño— y sé que tiene un precio. ¿A qué viene esa estupidez del pío-pío?
—¿Pío-pío? ¿Acaso no lo ves? —dijo extendiendo sus brazos y mostrando las telas de colores que colgaban de ellos— ¡Soy un ave del paraíso! Un bello pájaro enjaulado.
—¡Es un colgado! —gritó un chaval que pasó entre ellos con unos patines, no debía tener más de doce o trece años—. La semana pasada era una gatita. ¡Miau!
—Chicos nuevos —observó John.
—¡Pío-pío! Chicos nuevos, montones de chicos nuevos, pío-pío. Salen de las calles y cada día llegan más, pío-pío. Muchos se marcharon cuando tú te fuiste. Pío-pío.
—Me alegro.
—La mayoría están muertos, pío.
John se atragantó con su propia saliva. ¡Muertos! ¿Por qué?
—¿Los mataron?
—No lo sé, pío-pío, solo murieron, la gente muere ¿sabes?
—Sí, Beaver, la gente muere —Y yo seré el próximo si no consigo salir de aquí—. ¿Hay alguna salida?
—¿Salida? Pío-pío, claro, la ventana, solo tienes que volar. Pío-pío, pío-pío, pío-pío. Vuela, pajarito.
Eso no iba a ser de mucha ayuda, las drogas hacía tiempo que habían destrozado el cerebro de su amigo. Pero seguía vivo, y era algo que no podían decir los otros. ¿Qué había pasado? ¿Les habían matado de verdad? ¿Se habían dedicado a cazar a cada uno de los críos? John sabía que estaba muerto, no había ninguna posibilidad de que Ray le dejara vivir y de haberla, no creía que fuera algo que aceptara. Pero tenía su lógica, él fue el que promovió la pequeña rebelión de asnos.
Todos necesitamos un punto de inflexión, algo que nos diga hasta aquí hemos llegado, no pienso continuar. El suyo había sido, sin ninguna duda, la muerte de ese chaval, Kevin, por entonces poco mayor que él. Su “amigo” de esa noche se quejó a Ray de que Kevin había sido poco colaborador. Para entonces el chico llevaba horas muerto de sobredosis y el imbécil de su “amigo” ni siquiera se había dado cuenta de que se había follado a un cadáver.
—¡Mierda, Beaver, esto es serio! —dijo agarrándole de la solapa—. Necesito salir de aquí.
—¿Sabes, pajarito? A veces veo cosas —dijo haciéndose el interesante—. Pío-pío, cosas que otros no ven. Alguien te está buscando, pajarito; la Muerte te está buscando. Pío-pío. Veo cuervos sobre tu cadáver y te arrancarán los ojos.
—Eres un capullo —murmuró John tragándose las lágrimas. Condenado cabrón, había conseguido ponerle los pelos de punta; solo era cuestión de tiempo que su estúpida visión se hiciera realidad.
—Puedo encontrarte una salida, pajarito. —susurró Beaver en su oreja—, no te salvará, pío-pío, pero no te importará que te atrapen, volarás muy lejos —Como si de un ilusionista se tratara, sacó una pequeña pipa de su manga.
John la cogió: la oferta siempre era tentadora y en ese momento que deseaba tanto cerrar los ojos y no despertar, aún lo era mucho más.
—No, gracias —dijo. No pudo evitar un débil temblor en la voz—. Quiero ser yo, el poco tiempo que me queda.

***
—Las alas de la tormenta… ¿Sientes el viento? Me gusta el viento. ¿Oyes los gritos? Todavía están lejos pero se acercan.
—Recuerdo la tormenta… hacía sol y era verano.
***

El sol brillaba en el cielo, era un caluroso día de verano, uno más de tantos otros pero ese día era diferente. Era el último día en que Marie Sawyer, la bonita camarera de Happy Dog, estaba en el pueblo. Se marchaba, como tantos otros antes que ella, a buscar fortuna a la gran ciudad. Apenas llevaba un par de meses en el restaurante pero ya se había ganado a la clientela con su sonrisa sincera y sus bonitos ojos. Había llegado de ninguna parte; nadie sabía nada de ella y nadie lo sabría nunca.
Ray la observó mientras salía del local; era una chica muy linda. En ese momento sonreía y se despedía con la mano de la cocinera del Happy Dog que se había acercado a desearle buena suerte. Todavía llevaba puesto el uniforme del restaurante pero el coche que la esperaba estaba abarrotado de bártulos.
No pensaba regresar, era ahora o nunca.
—Hola, Marie —dijo Ray interceptándola antes de que entrara en el coche—. ¿Te vas sin despedirte?
—No estabas —respondió ella sin dejar de sonreír—. Bueno, que te vaya bien y cuídate, ¿eh? Recuerdos a Martha.
—Sí, bueno…—Ray inspeccionó alrededor cerciorándose de que nadie les observaba—. La cuestión es… que los chicos también quieren despedirse.
—No están —dijo Marie encogiéndose de hombros—, dales recuerdos de mi parte. Ahora tengo que irme.
—¿Por qué tanta prisa? —dijo él interponiéndose entre ella y la puerta del vehículo.
—Ray, déjame subir.
—Por supuesto, por supuesto —dijo echándose a un lado.
Marie no lo vio venir, acababa de abrir la puerta cuando Ray golpeó su cabeza contra el techo. La vista se le nubló y perdió la consciencia. Su agresor aprovechó la oportunidad para empujarla dentro del habitáculo, desplazándola al asiento del copiloto. Él ocupó el del conductor. Encendió el coche y subió la radio.

—Tiene la cara morada.
—Es del golpe de antes, sigue estando buena.
—Todos creen que se ha ido ya, nadie la echará de menos. ¡Bella durmiente, abre tus preciosos ojos!
Marie entreabrió los párpados, la cabeza le iba a explotar y apenas podía ver. A su alrededor había tres hombres. Podía reconocer a Ray y al chico del taller, había un tercero… Ella estaba en el suelo, apoyada contra su coche. Se asustó. ¿Y él? ¿dónde estaba él? No le habrían hecho daño, ¿verdad? Intentó levantarse pero Ray la empujó de nuevo contra el suelo.
—Déjame marchar —suplicó Marie—, por favor, me iré, no ha pasado nada. Déjame marchar.
—¿Marchar? Si aún no hemos empezado a divertirnos.
El llanto surgió de la nada, surcó la habitación y resonó contra las paredes extendiéndose y amplificándose.
—¿Qué es eso? —dijo el mecánico mirando a su alrededor—. ¿Es un bebé?
—¡Joder, tíos! —dijo el otro tipo metiéndose en el coche—. ¡Hay un condenado bebé aquí dentro!
—¡No lo toques! —aulló Marie desesperada. Ray la hizo callar de un puñetazo.
—¿Un bebé? —preguntó extrañado—. ¿Tienes un bebé?
—¡Joder! Esta maldita cosa no se calla.
—Déjalo que llore, Gary, así no se oirán tanto los gritos de ella.

El niño no dejó de llorar ni un solo instante. El llanto, constante y desesperado, ocultó el sonido de los golpes, de la ropa al rasgarse, de los gritos… No dejo de llorar ni un solo momento de la larga agonía de Marie, mientras Ray apretaba las manos alrededor del cuello, los labios morados, los ojos inyectados... Siguió llorando cuando su madre ya no podía moverse, mientras la vida se le escurría lentamente, como la arena entre los dedos.
—¿Qué harás con ella?
—La enterraré en el desierto.
—¿Qué hago con el crío?
—Tíralo a la basura.

***
—¿Qué es lo que quieres? ¿Por qué estás aquí?
— Venganza.
—¿Quién eres?
—Venganza. No es lo que quiero, es lo que soy.
—Lo imaginaba. Extiende tus alas y vuela, Cuervo. ¿Oyes los gritos? Te están llamando, tu festín aguarda.
***

—¡Traédlo! —dijo Ray—, y llamad a los otros, a todos. Que sirva como advertencia.
—Hola, Ray —dijo John tragando saliva.
Uno de sus matones le había agarrado con fuerza, retorcía su brazo en la espalda con una mano y con la otra le obligaba a alzar la cabeza. Ray no había cambiado mucho,  aunque había engordado: la vida le había tratado bien. Fumaba un gran puro y echó el humo en el rostro de John. Tosió, no pudo evitarlo. Bueno, al menos no moriría de cáncer de pulmón.
—Johnny —dijo Ray recreándose en cada sílaba—, Johnny, mi pequeño Johnny. Mi chico de la alegría. ¿Sabes? Me dolió mucho tu ausencia, de verdad, creía que teníamos algo especial.
—Sí, bueno, ya sabes… No eres tú, soy yo...
Un puñetazo en la cara y otro en la boca del estómago le hicieron arrepentirse del chiste. No era el momento más oportuno para hacerse el gracioso. De nuevo el sabor metálico en la boca.
—Cada vez que cerraba los ojos te veía, Johnny, te veía mirándome —Caminaba en círculos a su alrededor, estudiándolo como un perro a punto de atacar—. Veía tus ojos. Se me aparecían en sueños, en todas partes: en la camarera del restaurante, en la chica del supermercado... Cada chico que me cruzaba por la calle tenía tus ojos, todos ellos. Esos increíbles ojos tuyos que no consigo arrancar de mi mente —Le agarró por la barbilla y le obligó a mirarle—. Bernat —dijo a su matón—, tráeme un bote con alcohol y una cuchara.
—¿Una cuchara?
—¡Ahora!
—N-no, oye Ray, por favor —suplicó aterrado.
—Tuviste huevos cuando me abandonaste.
—Pero he vuelto.
—Es cierto, has vuelto, ¿por qué? —Era una buena pregunta, ¿por qué se había arriesgado tanto?—. Eras un estúpido entonces, sigues siéndolo. ¿Qué has estado haciendo, Johnny?
—Nada especial; vivir.
Bernat llegó corriendo, resoplando por la carrera, con un bote de cristal y una cuchara de helado. John temblaba como un flan. Dio bandazos intentando liberarse, pero la presa del gorila era sólida, lo único que consiguió fue un doloroso tirón de pelo.
Los otros chicos había ido llegando y se había colocado en semicírculo a su alrededor. Qué bien, hoy había espectáculo.
Ray cogió la cuchara y se la enseñó a John con una sonrisa triunfal.
—Hace años —dijo dirigiéndose a su joven audiencia— este chico tuvo el “valor” de salir de aquí, coger la puerta y renunciar a todo. ¡Bravo por él! Otros le siguieron. ¿Y dónde están ellos ahora, Johnny? ¡Están muertos! ¡Tirados en las aceras con jeringas en los brazos! ¡Congelados en las esquinas! ¡Se cortaron las venas! La vida es dura para los “valientes” allá afuera. Pero Johnny es diferente. Johnny te mira y sabes lo que tienes que hacer. Míranos cuanto quieras Johnny, sigue mirándonos y explícales a los chicos lo que pasa cuando escapas.
Le agarró el rostro, cuchara en mano, obligándole a mantener el párpado abierto.
John gritó.

La claraboya del techo reventó en mil pedazos. Una lluvia de cristales cayó del cielo cuando se rompieron al unísono todas las ventanas. Una a una, las bombillas estallaron. Los chicos salieron gritando, buscando un refugio. El agua caía como un torrente por el agujero del tejado. Todo había quedado a oscuras.
John aprovechó la confusión, se escurrió como una serpiente y se escondió entre las sombras.
—¡Joooonhy! —gritó Ray— ¡No importa cuánto te escondas, solo retrasas lo inevitable!
John se quedó quieto, confiando en que la oscuridad le permitiera pasar inadvertido, buscando una salida, algo que le permitiera mantenerse con vida un poco más.
Un pájaro entró volando; era un cuervo.

***

Apareció de la nada o nadie vio como llegó, caminaba descalza, sin importarle los charcos, los cristales o las chispas que caían de las lámparas rotas. John la reconoció, era la chica de la carretera. Casi ni se acordaba de ella sumido como estaba en sus propios problemas, pero no había ninguna duda. ¿Qué demonios hacía allí?
Se dirigió hacia Ray avanzando con pasos lentos. Los rayos intermitentes iluminaban la escena como si de una película antigua se tratara. A la luz del relámpago vio como alguien la interceptó, era el gorila que le había sujetado poco antes. Al siguiente relámpago estaba tirado en el suelo con el cuello en una postura imposible.
Hubo un disparo, Bernat había sacado su pistola. Con el siguiente relámpago él ya no estaba y ella continuaba caminando.
—¿Dónde está? —preguntó la misteriosa mujer hablando por primera vez. Era extraño, él conocía esa voz pero no podía ubicarla.
—¿Quién demonios eres, zorra? —gruñó Ray. Los relámpagos iluminaban su cara encendida por la rabia.
—Te conozco —dijo la mujer deteniéndose por primera vez. Algo cambió en su rostro desencajándose en una mueca de dolor como si la hubieran atravesado con una espada—. ¡Tú! —chilló señalándole con el dedo—. ¡Tú me lo quitaste!
—¡No te había visto nunca!
—¡Me violaste! ¡Me lo robaste! ¡Me mataste!
—¿Ma-marie? —dijo abriendo los ojos en una expresión de absoluto terror— ¡E-estás muerta! Te maté ha-hace veinte años, ¡yo te enterré! No es posible…
—¿Dónde está? ¿Dónde le has escondido? ¡Devuélveme a mi niño!
—¿El bebé? Oh, cielos —dijo comprendiendo finalmente—. El niño de la basura... ¿John es tu hijo?
John salió de su escondite. No sabía qué estaba pasando, no entendía nada pero sabía que ella había venido a ayudarle. Ella le vio, sus miradas se cruzaron, también recordaba esos ojos, eran sus propios ojos. No dijo nada, tenía mil cosas que decir y las preguntas se agolpaban en su mente sin orden ni concierto, pero fue incapaz de articular palabra. Lo que estaba pasando no podía estar pasando.
—Qué bonito, un reencuentro familiar, lástima que se acabe aquí —dijo Ray.
Y disparó.
Nadie vio de dónde sacó el arma, si la tenía guardada de antes o si recuperó del suelo la de Bernat pero la cuestión era que tenía un arma y había disparado. Un agujero negro se dibujó en la frente de Marie y cayó al suelo.
John gritó y corrió hacia ella. Antes de llegar ella se había vuelto a levantar. Ray rugió y vació su cargador.
—¡Te maté una vez y volveré a hacerlo las veces que hagan falta! —gritó y disparó hasta que lo único que se oía era el gatillo golpeando el tambor vacío.
Lo que sucedió entonces fue muy rápido: Marie desapareció y apareció delante de Ray.
—No tienes corazón —susurró a su oído.
—¿Reproches espectrales? —dijo con sorna.
Marie sonrió. Ya no era la mujer que erraba desorientada; ahora sabía. Hundió su mano en el costillar de Ray y antes de que éste pudiera reaccionar la sacó de nuevo.
—Observaciones espectrales —replicó ella.
Era cierto, en el pecho de Ray había un boquete, y su corazón latía en la mano de Marie. Ray se miró el agujero que se había formado en su cavidad torácica, la sangre manaba a borbotones. Se desplomó a cámara lenta, en su rostro, una mueca de incredulidad perpetua.
—Se acabó —dijo acompañando sus palabras con un suspiro. Parecía tan humana…— Se acabó —repitió dirigiéndose a John—. Eres libre.
John se acercó, caminaba con prudencia pero ya no tenía miedo.
—¿Y tú? — acertó a decir.
—Yo también soy libre—dijo ella con una sonrisa triste—. Ahora es tu turno de volar, mi niño, extiende tus alas.

John se quedó un rato bajo la lluvia, sonreía y lloraba al mismo tiempo. Estaba solo. Delante de él, un cuervo alzó el vuelo y desapareció por la claraboya rota. En el cielo se comenzaban a formar claros.
Tragó saliva y se armó de valor; ahora era su turno de volar.

CONTINUARÁ


Recuerda que puedes descargarte el relato en pdf aquí
y que puedes seguir la continuación en Wattpad.
Supongo que más adelante lo subiré al blog. Mientras tanto, ¡espero que os guste!

sábado, 28 de septiembre de 2013

Otra de vampiros

Pues eso, sigo con la siguiente aventurilla de mi personaje de Vampiro: La Mascarada.
En esta ocasión aparecen algunos de los otros personajes de la panda. No los recuerdo a todos, la verdad. Recuerdo acciones concretas pero los mezclo entre diferentes partidas. Así que puede que no sea del todo fiel a los sucesos de aquella sesión. Pero bueno, la historia mola, ¿fale?




Barcelona, año 2012
Las luces de la noche barcelonesa le saludaron desde su privilegiada perspectiva en una de las últimas plantas del hotel Arts como un bullicioso hormiguero que se agitaba sin orden ni concierto, hirviendo de vitalidad ante la perspectiva de una noche neonata.
Aspiró los vapores del tinto que tenía en la mano, y dio un pequeño trago de su copa paladeando su sabor áspero.
—Todavía me sorprende su habilidad para degustar la comida del ganado —dijo el emisario del Príncipe, un personaje de rostro marmóreo y vestido de blanco, que dedicaba su vida y los restos de su alma a servir a su señor más allá de la vida y de la muerte.
Gabhran esbozó una mueca y se planteó por un momento si merecía la pena contestar al burócrata. Podía decirle que degustar una buena comida o un buen vino era comparable a admirar la obra de un pintor o escuchar un concierto, en ambos casos era arte. La capacidad de los humanos por transferir a la física y a la química de los sentidos el poder de emocionar, de convulsionar el espíritu. Pero hablar de emociones con el hombre del príncipe era como hablar de los ángeles a un ateo o sembrar en el desierto.
—Confío en que eso no vulnere ninguna norma —respondió con más acritud de la que su instinto de supervivencia consideraba oportuna.
—Solo las del buen gusto —dijo el personaje.
—Me sorprende —confesó Gabhran con sinceridad—, no sabía que supiera hacer chistes.
—¿Chistes? —repitió el emisario alzando ligeramente las cejas.
—Es igual, olvídelo —suspiró. Gabhran dejó sobre la mesa la copa de vino y se sentó enfrente del emisario—. ¿Y qué es lo que desea Su Majestad en esta ocasión?
En la ciudad había vástagos más viejos, más ricos y mucho más poderosos que él, y todos ellos, siguiendo las normas de la Mascarada, habían jurado lealtad al príncipe de Barcelona. Pero por algún motivo que desconocía pero comenzaba a sospechar, él siempre acababa recurriendo a Gabhran McDormant.
—Su Majestad no está muy contento con el resultado de su último encargo —comentó el emisario. Gabhran sonrió, un edificio de cinco plantas había estallado en llamas y los periódicos se hacían eco de un tiroteo entre deportivos en medio de la Diagonal. No se habían andado con delicadezas.
—Cogimos a los malos, ¿no? —respondió con fingida inocencia—. Y nada de lo que hicimos se vincula con la fauna preternatural, así que la Mascarada sigue a salvo. Como siempre.
—De todas formas —dijo el emisario que parecía compartir su punto de vista—, Su Majestad agradece discreción para su próximo encargo y algo más de… sutileza. —El emisario dejó caer una carpeta con papeles encima de la mesa. Gabhran enarcó una ceja y abrió el expediente. La fotografía de una muchacha de ojos verdes y bonita sonrisa llamó su atención.
—No me diga que tenemos que eliminarla —murmuró.
Se cuidó mucho de que su voz no transparentara el desasosiego que sentía. Sabía que los años, los siglos, habían pasado y que las cosas habían cambiado muchísimo desde los días de su niñez. Pero aun así, los ecos de su vida humana se agitaban cada vez que su objetivo era una mujer.
—No —negó el emisario—. Más bien al contrario. Su Majestad considera que, dado su pasado, usted es la persona adecuada para hacer este tipo de trabajo. Y se refiere a usted, y no a los tipos que suelen acompañarle. —Gabhran esbozó una mueca pero no dijo nada. Los tipos, como los había llamado el emisario, era una panda de indeseables poco vinculados a sus respectivos clanes que, por diversos motivos, habían acabado bajo su protección. Bueno, en realidad, era como si un puñado de garrapatas se hubiera agarrado a él y fuera imposible deshacerse de ellas. Y lo peor era que había empezado a sentir algo de cariño hacia sus molestos parásitos—. Isabella Coelho, veinticuatro años, cantante de ópera.
—¿Cantante de ópera? —se extrañó Gabhran.
—Su Majestad creyó que le parecería interesante —corroboró—. Se trata de una mujer mortal, que no sabe nada de nuestra comunidad y así debe seguir siendo. Su habilidad para camuflarse con el ganado será muy beneficiosa en esta ocasión. Fuentes ajenas a nuestra comunidad parecen indicar que hay… fuerzas, moviéndose tras la muchacha. Es imperativo que durante su estancia en Barcelona, la señorita Coelho no sufra daño alguno y se mantenga alejada de… dichas fuerzas.
—Imperativo —repitió masticando la palabra no sin cierta inquina—. Y supongo que en ninguna parte de esa carpeta aparecerá qué son esas… «fuerzas». —El emisario mostró sus incisivos al sonreír y a Gabhran se le retorcieron las entrañas al ver esa mueca—. Supongo que no puedo decir: «no, gracias» —suspiró.
—Sabe que si quiere seguir gozando de su posición en esta ciudad, eso no es aconsejable.
—Lo sé —«Lo que no sé es si me interesa seguir “gozando” de mi posición en esta ciudad»—. Era solo una pregunta retórica. Hacer de niñera de una chica guapa… supongo que podría ser peor.
—Siempre puede ser peor.
—¿Sabe? Tiene un gran sentido del humor. Deberían contratarle como animador en fiestas.
—No entiendo a qué se refiere —replicó el emisario sin variar un ápice su expresión. Se levantó de su asiento dejando la carpeta encima de la mesa—. Ahí tiene toda la información necesaria. Su horario previsto de llegada y de partida, su agenda, la reserva de su hotel… Todo lo que necesita para que la señorita Coelho pueda cumplir con sus obligaciones así como información sobre su personal. Su Majestad confía en que pueda cumplir con su cometido con discreción y eficiencia.
—Dígale a Su Majestad que iré a verle dentro de cuatro noches, tras finalizar mi cometido. Espero que tenga un hueco en su agenda para mí —dijo Gabhran, ya iba siendo hora de que el príncipe saldara parte de la cuenta que había contraído. Buena voluntad… mucha, pero tampoco era el perro de nadie.
Gabhran ojeó el contenido de la carpeta hasta que el emisario abandonó la habitación. Sus ojos volvían una y otra vez a la fotografía de la muchacha. No era bonita o, al menos, no tenía el estilo de belleza que hacía que los hombres derramaran sangre por ella. Pero tenía una sonrisa dulce y una mirada hipnótica que traspasaba el papel. Pero en toda la información que le habían brindado no había nada que pareciera indicar que la joven era algo más de lo que aparentaba ser.
—¿Qué opinas? —preguntó en voz alta.
Las cortinas cobraron vida y una forma se materializó donde antes no había nada. Gabhran no se extrañó al ver aparecer la familiar silueta árabe de su extraño compañero de piso.
—No me gustan los enemigos que se esconden tras máscaras —dijo, con su marcado acento extranjero—. No has debido aceptar.
—No he tenido opción, ¿recuerdas? —recordó Gabhran.
Elijah no dijo nada, se limitó a coger la foto de la chica y, tras observarla con cuidado, se la arrojó de nuevo.
—No es para ti —dijo, sin dar opción a réplica.
—No me gusta mezclar negocios y placer, pero gracias por el consejo de todas formas. Si necesito ayuda con las mujeres, te buscaré, no lo dudes.
El asesino asamita le ponía los pelos de punta. Todavía no tenía muy claro cómo había acabado viviendo bajo su techo. Al principio, intereses comunes les había puesto en la misma dirección, pero ahora, sencillamente seguía allí. Y cada vez que pensaba en ello menos le gustaba. No era que le hubiera dado motivos para desconfiar de él, al contrario, no sería la primera vez que Elijah le salvara la vida, pero la sospecha de que en realidad había algo más se hacía más fuerte a medida que pasaba el tiempo.
—¿Cuento contigo? —le preguntó Gabhran.
—Por ahora.
***
El sonido de la sala recreativa le recibió nada más salir al pasillo. No necesitó usar sus sentidos ampliados para saber lo que estaba sucediendo en aquella habitación. El olor a tabaco le golpeó la cara como una bofetada nada más abrir la puerta. Gabhran frunció el entrecejo al ver el suelo lleno de palomitas y restos de pizza. Si los juntaran, probablemente la pizza estaría entera, pero las gotas de sangre que desaparecían tras el armario indicaban que probablemente el repartidor no tenía la misma suerte.
—Hola, Gabhran —dijo Rick sin dejar un solo momento de aporrear el mando de la consola.
Ricardo había sido transformado en los ochenta, adicto al porno y a las novelas de series B, había vivido en el sótano de su madre toda su vida. Ahora, era un genio informático y como buen nosferatu, vivía en los sótanos de la ciudad, alejado de todo lo que significaba estar vivo. Pero la vida casi monacal de su clan no era para él. La inmortalidad apenas le había cambiado y el ático de Gabhran era mucho más confortable que su nido en las cloacas. Lo curioso era que, a pesar de lo ruidoso, feo y maloliente que era ese invitado, tenía talentos que habían resultado muy útiles. Rick era un genio de la informática en un mundo que lo virtual tenía casi tanto peso como lo real.
—Hola, príncipe —dijo Guy sin tampoco mirarle, mientras saltaba sobre el sofá y sacudiendo su melena al compás de los golpeteos casi rítmicos de la máquina que maltrataba.
—Te hemos dejado comida —dijo Rick señalando el armario sin dirigir una mirada.
—No, no lo hemos hecho —se rio Guy—. ¡Tenía hambre! —se defendió—. Y la pizza fría no vale nada.
Gabhran ya sabía lo que iba a encontrar cuando abrió la puerta y el repartidor, poco más que un adolescente de origen sudamericano, salió rodando de él. Casi por rutina, se arrodilló a su lado para comprobar que, efectivamente, estaba muerto. Rechinó los dientes e intentó calmarse antes de empezar la enésima discusión.
—¿Qué os he dicho sobre traer la comida a casa? —gruñó.
—Tú te traes a tus putas —observó Guy—. Y no las compartes.
—Mis putas regresan sobre sus dos pies y con la cartera llena, ninguna protesta y todas vuelven si las llamo de nuevo —recordó—. Cosa que no se puede decir del repartidor. Llamáis por teléfono, dais la dirección… ¿Es necesario que le dibujéis un mapa a la policía para encontrar al asesino? ¡Solo hace falta que dejéis mi tarjeta en el cadáver!
—Tranqui, niño lindo —intentó tranquilizarle el ravnos—. Aquí mi colega lo ha arreglado todo.
—Sí, Gabhran —asintió el obeso adolescente—. Hemos hecho el pedido por internet y hemos puesto otra habitación. Guy lo ha interceptado en el ascensor y luego nos desharemos del cuerpo. No te preocupes.
—Recordadme por qué estáis todavía aquí —masculló Gabhran intentando mantener el control.
—Porque eres rico —dijo Guy.
—Por la fibra óptica —dijo Rick.
—Por el servicio de habitaciones, los coches molones y porque pagas las cuentas —continuó Guy.
—Y por la playstation, el Double Sorround, la pantalla gigante con fullHD…
—El canal de porno…
—El canal de porno —corroboró Rick.
—Gracias, ahora está todo mucho más claro —gruñó Gabhran—. Ahora solo necesito averiguar por qué os aguanto yo.
—Porque nos quieres, tío —dijo Guy rodeándole con un brazo—. Somos como una jodida familia de esas que salen en el Disney Channel. Tú eres el chico guapo y popular, Rick es el friki, el estirado de Sergei es el empollón repelente, y el amigo silencioso es el tipo misterioso de pasado oscuro que trae a las nenas de calle.
—¿Y tú? —preguntó— ¿La estrella de rock venida a menos que duerme la mona en el coche y se pinta las uñas del negro mientras protesta ante cada canción que suena en la emisora?
—No —dijo Guy mientras asentía con la cabeza—. Yo soy el líder, el que lleva la voz cantante. El carisma personificado.
A su pesar, Gabhran no pudo contener una carcajada.
—Igual, igual que en el Disney Channel —rio—. ¿Desde cuándo ves tú el Disney Channel?
—Bromeas, ¿no? ¿Acaso no has visto lo buena que está la Hanna Montana esa?
—Estás enfermo —dijo Gabhran al darse cuenta de que hablaba completamente en serio—. Deshaceros de esto —dijo dando una patada al cadáver del suelo—, Su Majestad nos ha dado trabajo. ¿Sergei ha salido? —preguntó al ver que no había rastro del tremere.
—Hoy no le he visto —dijo Rick encogiéndose de hombros—. Pero pasó el día aquí. Se debió marchar a primera hora. ¿Quieres que le llame?
—No, no… él tiene su clan. Sabe cómo encontrarnos —dijo, pero no pudo menos que preocuparse. Si el clan le había requerido podía estar en problemas. Sergei había dicho que guardaría su secreto pero… ¿valía más la palabra de un amigo que la fidelidad al clan?
El Tremere original era un mago que, buscando la inmortalidad, se había condenado a sí mismo y a los suyos. La taumaturgia era poderosa, sí, de eso no cabía ninguna duda, pero no era más que una pálida sombra ante el poder de la verdadera magia. El mago había ganado la inmortalidad pero había renunciado a aquello que lo había hecho poderoso en su momento.
—¿Y qué quiere su Altísima Excelentísima y Odorosísima Majestad en esta ocasión? —preguntó Guy—. Sea lo que sea… ¡Me pido el Hammer!

—No, esta vez cogeremos la limusina —dijo Gabhran con una sonrisa—. Iremos a la ópera.


martes, 24 de septiembre de 2013

De proyectos inacabados: Vampiro

Seguro que si eres jugador de rol me comprendes: cuando más gana la partida es cuando la explicas después de jugarla. En su momento son papeles, tiradas, dados... pero cuando lo explicas, son disparos, ideas maestras, golpes de magia, y todo lo que se te pueda ocurrir.
Hace tiempo, empecé a escribir la historia de mi personaje de Vampiro: La Mascarada. Era muy viejo pero era de generación 13, es decir, un mindundi que no tenía mucho sentido. Pero yo se lo di, le hice un background cojonudo y a punto estuve de pagarlo asesinado por mi mejor amigo. Pero, oye, ¿y lo que moló? 
La cuestión es que empecé a escribir la historia del vampiro en cuestión y claro, cuando empezaron a surgir los proyectos de verdad, este proyecto se quedó en nada, a lo mejor algún día lo sigo. Por ahora, os dejo con el principio del background que tampoco hay que pasarse. 


....

Reino de Dàl Riada, s.VI d.C.
Gabhran abrió los ojos cuando los rayos del sol fueron demasiado intensos para seguir durmiendo. Estaba cansado pero, aun así, se sentía como si llevara demasiado tiempo en el reino de los sueños. Tenía la boca pastosa y áspera como si hubiera estado vomitando tras una mala noche de juerga y ahora la resaca hiciera mella en su espíritu, pero no se sentía así. Estaba cansado, estaba dolorido pero no estaba resacoso, aunque no recordaba el momento en el que se había acostado.
Destellos de recuerdos de una cacería matutina acudieron a su mente. Una carrera por el bosque, un ciervo herido que se negaba a darse por vencido, una caída… Las imágenes le asaltaron y Gabhran tuvo que volver a sentarse en la cama cuando se vio atacado por ramas y piedras mientras rodaba barranco abajo.
Se levantó con cuidado y se contempló en el espejo, con miedo de encontrar lo que su reflejo le depararía. Pero ni una sola cicatriz recorría su cuerpo. Ninguna. Sintió de nuevo el dolor punzante de la carne de su mejilla abriéndose, pero no había ninguna marca donde la piedra había golpeado su pómulo. Recordó de nuevo el fuego que se extendió por su pecho desde su costado, allí donde fue ensartado por un tronco muerto.
Cuando la puerta se abrió, su madre en persona apareció ante él con una bandeja en la mano. Su rostro se descompuso al verle de pie y a punto estuvo de dejar caer los platos al suelo. Gabhran los cazó al vuelo, impidiendo que se estrellaran contra el embaldosado.
—Madre, ¿qué sucede? —preguntó, extrañado y sorprendido ante su reacción.
—Nada, nada —dijo ella, agitando sus rizos rojos con su negativa, pero las lágrimas nublaban unos ojos que amenazaban llanto—. ¿Te… te molesta el sol? —preguntó al ver como fruncía el ceño y alzaba la mano.
—Hoy es especialmente molesto —contestó Gabhran encogiéndose de hombros—. Pero no voy a quejarme por un día soleado que tenemos. Madre… he tenido un sueño muy extraño —dijo, porque tenía que haber sido eso, ¿no? Un sueño muy vívido. Recordaba cada uno de los golpes, el dolor que a duras penas le mantenía en la línea de la consciencia, la sensación de asfixia cuando sus pulmones, agujereados, se encharcaban con su propia sangre impidiéndole tomar el aire que necesitaba…
—¿Un sueño…? —repitió ella—. Sí, pesadillas, no debes darle importancia. Pesadillas, sin más.
—¿Cómo sabes que ha sido una pesadilla? —preguntó Gabhran.
—Por… porque estás pálido —dijo—. Come algo y ya verás como te encuentras mucho mejor.
Gabhran metió la cuchara en el tazón de estofado y le dio vueltas con desgana. Sí, un sueño… Tenía hambre, el rugido de su estómago no dejaba lugar a dudas pero, por algún motivo que no alcanzaba a comprender, aquello que tenía delante no parecía alimento. Se forzó a llevarse una cucharada a la boca, ante la atenta mirada de su madre, e hizo acopio de su voluntad para tragárselo. Tierra, era como comer tierra y su estómago lo rechazó con una arcada. Antes de que pudiera evitarlo, se retorció sobre sí mismo y vomitó todo lo que acababa de ingerir.
—Lo siento —articuló entre balbuceos—. No sé qué…
Su madre se afanó en recogerlo todo, pero al hacerlo, las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
—No… no deberías beber tanto —balbuceó—. Luego pasan estas cosas.
—No recuerdo haber bebido —dijo Gabhran, cada vez más seguro de que algo pasaba. Algo que no tenía que ver ni con resacas ni con pesadillas. Algo que agitaba a su madre y arrancaba lágrimas a la mujer de piedra. Agarró sus manos y la obligó a dejar de hacer lo que estaba haciendo—. Es-Estoy bien, madre. No tengo resaca ni… ¿qué está pasando? ¿Por qué lloras?
La mujer le miró a los ojos y le abrazó con fuerza rompiendo en sonoros sollozos.
—¡Lo siento! ¡Lo siento mucho! ¡No podía dejarte ir! ¡No podía! ¡Perdí a tu padre, no podía perderte también a ti! ¡No me odies, por favor!
—¿Odiarte? ¿Perderme? ¿De qué estás hablando, madre? —preguntó, empezando a asustarse.
—Morbihen —la llamó el abuelo desde la entrada de la habitación, su rostro también tenía cierto color ceniciento y contemplaba al joven como si esperara que le salieran alas y cola en cualquier momento—, estás asustando al chico.
—Abuelo, ¿qué sucede?
—Todo a su tiempo, Gabhran —dijo alzando la mano para tranquilizarle—. Morbihen —repitió—, ha funcionado. Tranquilízate.
—¡No ha funcionado! —protestó ella ahogando los lamentos en su pecho y llenando de lágrimas su camisa de dormir—. ¡Dice que le molesta el sol y está lloviendo! ¡Y no ha podido probar una pizca de comida! ¡No ha funcionado!
—Pero está despierto, de día y no ha calmado su hambre de otra forma. Dale tiempo, todos necesitamos tiempo.
—¿De qué estás hablando? —se asustó Gabhran. Miró por la ventana, y entrecerró los ojos para resistir los rayos del sol, pero sus sospechas se agravaron cuando vio la cúpula plomiza que cubría el cielo. No era un día soleado, pero dolía como uno.
—Morbihen —insistió su abuelo, haciendo que su madre se alejara de él—, deja al chico. Lo que has hecho, hecho está, y todos tendremos que asumir las consecuencias.
—¿Qué sucede, abuelo? ¿Qué es lo que me pasa?
El anciano esbozó un rictus de dolor que ensombreció su rostro.
—Moriste, Gabhran, eso es lo que pasó. Estás muerto.
***
—Había discutido con Madre —recordó con aire ausente y la mirada en algún sitio más allá de la arboleda que rodeaba la pequeña fortaleza—. Me dijo que no saliera de caza, que había visto mi muerte en las ondas del agua y en el baile de las llamas. No la creí, eran… supersticiones. Me dijo que no siguiera al ciervo cojo. Y no lo hice —recordó con amargura—, el ciervo no cojeó hasta después de que mi flecha le hiriera. Pero entonces, ya no era un ciervo cojo, era mi presa y no podía renunciar a ella, ¿verdad? Las lluvias de los últimos días habían provocado un pequeño desprendimiento, nada grave, supongo, si Andalo hubiera ido al paso y no al galope. El suelo cedió y ambos caímos por el barranco. Recuerdo… dolor. Mi rostro, mi brazo… recuerdo el sonido de mi pierna al partirse. Y el cielo gris cuando todo dejó de moverse, justo para darme cuenta de que no podía respirar. Recuerdo que sabía que me estaba muriendo. ¿Qué sucedió tras eso?
—Las ondas del agua dijeron a tu madre dónde encontrarte —dijo su abuelo, y no había rastro de burla en su voz—. Dije a tu madre que tenía que haberte iniciado antes, antes de que sucediera todo. Antes, cuando tu espíritu todavía era maleable, antes de que decidieras seguir los pasos de tu padre y convertirte en señor de hombres.
Señor de hombres… sus aspiraciones ahora no eran más que barro en el camino. Su abuelo se lamentaba de que no hubiera escogido el camino de la sabiduría y hubiera seguido el de la fuerza, pero ahora los había perdido a los dos. Sentía que había decepcionado a tanta gente… Gabhran se mordió el labio inferior para disimular su temblor y agachó la cabeza, avergonzado, para ocultar las lágrimas.
—¿Qué sucedió, abuelo? —insistió. Una parte de él no quería saberlo, no quería saber la clase de maleficio que volvía los muertos a la vida.
—Alimañas —murmuró—. ¿Recuerdas algo de tus enseñanzas cuando aprendías los nombres de los árboles y no los estandartes de las casas que los cortaban? ¿Recuerdas cuando te hablé de los monstruos de la arboleda y los que vivían más allá de ella? —Gabhran asintió, pero la verdad era que no recordaba mucho de aquellos días—. Yo recuerdo haberte hablado de las alimañas que visten la carne de los vivos y llenan su vacío con pedazos robados de las almas de sus presas. Criaturas hermosas y terribles como la noche, seres poderosos que viven allí donde viven aquellos de los que se alimentan. Es difícil encontrarlas lejos de las urbes, y las que encuentras, suelen ser despojos. Seres débiles que escapan de las iras y limpiezas de sus mayores. Cuando su número crece en demasía, se matan entre ellos para no tener que dividir sus presas. Es entonces cuando las pequeñas alimañas aparecen en pueblos como el nuestro. Débiles, famélicos, presas fáciles para cualquiera que no los subestime  y sepa a qué se enfrenta.
»Sabíamos que había una en el pueblo. Día sí y día también las muchachas venían con síntomas de anemia a que tu madre las tratara, aduciendo su debilidad a… problemas femeninos. Pero todas tenían síntomas parecidos, sueños… poco decorosos que recordaban ruborizadas. En su defensa, diré que la inteligente alimaña nunca les hizo nada que ellas no hubieran suplicado primero, aunque fuera mediante sus hechizos demoníacos. No ha habido muertes, y la muerte no puede engendrar muerte, así que… no le dimos importancia. Quizá debimos haberlo hecho. Cuando te trajeron estabas muy malherido —continuó cambiando de tema—. Apenas un hilo de aire se escurría entre tus labios y, aunque usé todos mis conocimientos en sanar tus heridas, estas eran demasiado grandes. Solo era cuestión de tiempo que exhalaras tu último aliento. Tu madre enloqueció de dolor y se marchó. Llegué a pensar que, en su desesperación, había decidido poner fin a su vida. Recé a los dioses porque no fuera así, pero ahora creo que quizá debiera haber rezado por lo contrario. Regresó con la alimaña que seducía a las jóvenes del pueblo y le ordenó que te salvara la vida. La alimaña dijo que lo haría si ella le perdonaba la suya y ella aceptó. Yo me negué —recordó con tristeza—. Intenté hacerle ver que no sería nada más que tu cuerpo lo que viviera después. Solo un muñeco sin vida. Ella y yo discutimos largo y tendido. Durante ese tiempo, mil veces deseé que exhalaras tu último aliento. Le expliqué que, cuando morías, tu… alma saldría despedida en millones de fragmentos que se dispersarían por el mundo. Pero Morbihen siempre había sido una prometedora maga, ideó un plan por el que eso no fuera así. Ancló tu alma a la tierra antes de que la alimaña te salvara. Así que, a diferencia de las otras alimañas que llenan su vacío con los pedazos que extraen de la sangre de sus víctimas, tú tienes un alma pero no está dentro de ti, esta en el suelo que te rodea. Pero eso no cambia lo que eres, Gabhran, estás muerto y no puedes morir.
—No lo entiendo —confesó Gabhran sujetándose la cabeza con las manos. Intentaba recordar las enseñanzas que su abuelo le había brindado cuando era pequeño pero apenas podía acordarse de dragones, nombres de plantas y dioses olvidados.
—Este eres tú —dijo su abuelo alzando un vaso vacío—. Este eras tú lleno de… vida —dijo y rellenó el vaso con agua de la jarra—. Cuando se crea una alimaña, la vida estalla en fragmentos y se dispersa. —El viejo arrojó con violencia el contenido del recipiente que se dispersó por toda la habitación, salpicando las cortinas y la ropa de la cama—. La única forma que una alimaña tiene de seguir moviéndose, es robar la vida de los otros seres. —Su abuelo escupió un par de veces dentro del vaso—. No es vida, pero se le parece. Y con muchos escupitajos puedes llenar un vaso, y seguirá sin ser vida, pero se le parecerá. Con la diferencia de que necesitas que alguien tire escupitajos dentro de vez en cuando. La vida se mantiene a sí misma, este remedo no puede hacerlo. Por eso buscan sangre con tanta ansia.
Gabhran miró con asco el vaso lleno de esputos de viejo y empezó a marearse.
—Pero yo soy diferente —protestó—. Madre hizo algo…  yo no…
—Cierto, en parte —dijo su abuelo con tristeza. Llenó de nuevo el vaso de agua y derramó un poco encima de la mesa—. Te morías —recordó—, perdías tu vida gota a gota. Y lo que hizo tu madre fue recoger cada una de esas gotas y vaciarte por completo. —El anciano vació el contenido del vaso dentro de un plato—. Cuando la alimaña te transformó —dijo y sacudió el vaso vacío. Apenas unas gotas de agua salpicaron a Gabhran—, apenas tenías vida que esparcir. Morbihen la había guardado toda en otro sitio. Lo único que hubo que hacer fue volver a llenarte. Así que estás muerto, pero te han llenado con tu propia vida.
—Entonces… ¡estoy vivo! —exclamó.
—No —negó su abuelo—. Es solo una ilusión. Tu alma se queda en el plato, en esta tierra, allí donde alcanza la arboleda, si te alejas del plato, estarás vacío y tendrás que llenarte de escupitajos de otros para seguir caminando.
—O sea —dijo Gabhran comenzando a entender su situación—. Tengo que escoger entre la vida y la libertad.
—No —negó de nuevo el viejo mago—. No puedes escoger, ninguna de las dos te pertenece.
***
Montañas de legajos viejos se amontonaban delante de él y su abuelo no hacía más que sacar nuevos pergaminos cubiertos de polvo.
—¿Qué se supone que debo hacer con esto? —preguntó Gabhran con voz átona. Llevaba días sin salir de su habitación, demasiado torturado por la sombra de sus sueños desvanecidos como para encontrar fuerzas y presentar batalla a su pesadilla actual. Había rechazado toda la comida que le habían puesto delante. Y no lo había hecho por desgana o inapetencia, se había cansado de vomitar cada bocado que daba y el hambre amenazaba con torturarle de por vida.
—Estudiar —dijo el anciano mago—. Ahora tienes todo el tiempo del mundo y no puedes ir a ninguna parte. Puedes intentar hacer algo útil con tu eternidad. Para empezar, deberías intentar aprender todo lo que puedas sobre lo que eres. Y luego… ya veremos.
—No puedes convertirme en mago —recordó Gabhran—. Es un principio básico: los muertos no pueden manipular la vida. ¿Recuerdas?
—A todos los efectos, mientras permanezca en este castillo, estás vivo. Tienes tu vida al alcance de la mano y tu areté impregna cada piedra. Tenías talento, estúpido chiquillo, y lo malgastaste todo por un montón de sueños de gloria y espadas de madera.
—Los hombres de mi tío vendrán a buscarme antes de que acabe el verano —recordó Gabhran con el ceño fruncido—. ¿Qué pensáis decirles?
—Nada que no les dijéramos ya —respondió el mago—. Mandamos una misiva a los hombres de Aédan informándole de tu desgraciado accidente de caza. Para ellos y para el resto del mundo, Gabhran mac Sétna ha muerto sin descendencia.
—Ojalá hubiera podido…
—Ya ha pasado el tiempo de los lamentos, Gabhran. Tienes la oportunidad que la mayoría de nosotros no nos atrevemos ni a soñar. Tienes el tiempo para estudiar toda la sabiduría que los nuestros han acumulado desde el principio de los tiempos. Pero yo no tengo tanto para enseñártelo, así que… empezaremos cuanto antes.
—¡Y de qué me servirá! —exclamó Gabhran fuera de sí—. ¡Nunca podré hacer nada con lo que aprenda! ¡Nunca! Pasarán los años y tú te irás. ¡Pasarán los siglos y se irán las piedras! Y yo seguiré aquí, solo, hambriento y loco. Pero vivo, eso sí —añadió con sorna—. Estoy… —dudó un momento en si continuar la frase—. Estoy pensando que a lo mejor debería acabar con este estúpido experimento.
—¿Piensas… suicidarte? —Una minúscula pausa entre las palabras fue el único indicio de que al viejo le importara realmente si lo hacía o no. Un silencio que duró una fracción de segundo y que tal vez, estuviera tan solo en su imaginación.
—Quizá… —admitió Gabhran, no era como si no se lo hubiera planteado más de una vez en esos días—. En realidad, estaba pensando en irme y que sea lo que tenga que ser. —Su abuelo no dijo nada. El murmullo del viento fue la única respuesta que recibió—. Podrías fingir que te importa.
—Tienes la oportunidad que yo siempre había soñado —murmuró el anciano mago.
—Lo dudo —replicó Gabhran con desdén.
—No es necesario que empieces por los nombres de las plantas y las piedras —dijo su abuelo—. Podrías descubrir más cosas sobre lo que eres ahora. Quizá encontrarás una forma de dejar de pasar hambre, de comer comida normal o… quizá una cura.
—¿Una cura? —repitió.
—Tienes mucho tiempo para intentarlo —le recordó—. Pero quizá podías comenzar con encontrar algo para aliviar tu hambre.
—El hambre no me matará —dijo Gabhran con una mueca—. Llevo cuatro días sin comer ni beber y no me siento débil solo… hambriento y sediento. Es… molesto y doloroso, pero no mortal.
—Por ahora —admitió su abuelo—, pero irá a peor y puede que…
—¿Por qué tengo hambre, abuelo? —preguntó—. Se supone que mi vida está en el plato. Se supone que no necesito esputos de viejo. ¿Por qué tengo tanta hambre?
El anciano se encogió de hombros y señaló la montaña de legajos.
—No lo sé —confesó—. Quizá no estés completamente lleno de vida, o quizá es tu nueva naturaleza que te empuja a buscar sangre aunque no la necesites. No lo sé, pero la respuesta puede que esté en algún lugar de todo esto.
—Sangre… —Gabhran había intentado no pronunciar esa palabra en voz alta. Por supuesto, sabía de qué se alimentaban los suyos. «Los míos… esa es buena»—. La sangre me repugna —dijo, recordando que antes ni siquiera era capaz de comer carne poco hecha.
—Supongo que tus dos naturalezas se pelean entre sí. Esto es nuevo para todos, Gabhran. Nunca antes ha habido nadie como tú. Hemos puesto patas arriba el orden natural para esquivar a la muerte. Y todavía no hemos pagado el precio por ello. Ningún acto queda sin consecuencia —recordó el viejo mago—. Solo espero que cuando llegue el momento de pagar, seamos capaces de asumir el coste.



Hasta aquí lo que tenía de la versión novelizada del background. Como mínimo era original, ¿no? Pero bueno, la historia permanece allí y algún día será escrita.