sábado, 28 de septiembre de 2013

Otra de vampiros

Pues eso, sigo con la siguiente aventurilla de mi personaje de Vampiro: La Mascarada.
En esta ocasión aparecen algunos de los otros personajes de la panda. No los recuerdo a todos, la verdad. Recuerdo acciones concretas pero los mezclo entre diferentes partidas. Así que puede que no sea del todo fiel a los sucesos de aquella sesión. Pero bueno, la historia mola, ¿fale?




Barcelona, año 2012
Las luces de la noche barcelonesa le saludaron desde su privilegiada perspectiva en una de las últimas plantas del hotel Arts como un bullicioso hormiguero que se agitaba sin orden ni concierto, hirviendo de vitalidad ante la perspectiva de una noche neonata.
Aspiró los vapores del tinto que tenía en la mano, y dio un pequeño trago de su copa paladeando su sabor áspero.
—Todavía me sorprende su habilidad para degustar la comida del ganado —dijo el emisario del Príncipe, un personaje de rostro marmóreo y vestido de blanco, que dedicaba su vida y los restos de su alma a servir a su señor más allá de la vida y de la muerte.
Gabhran esbozó una mueca y se planteó por un momento si merecía la pena contestar al burócrata. Podía decirle que degustar una buena comida o un buen vino era comparable a admirar la obra de un pintor o escuchar un concierto, en ambos casos era arte. La capacidad de los humanos por transferir a la física y a la química de los sentidos el poder de emocionar, de convulsionar el espíritu. Pero hablar de emociones con el hombre del príncipe era como hablar de los ángeles a un ateo o sembrar en el desierto.
—Confío en que eso no vulnere ninguna norma —respondió con más acritud de la que su instinto de supervivencia consideraba oportuna.
—Solo las del buen gusto —dijo el personaje.
—Me sorprende —confesó Gabhran con sinceridad—, no sabía que supiera hacer chistes.
—¿Chistes? —repitió el emisario alzando ligeramente las cejas.
—Es igual, olvídelo —suspiró. Gabhran dejó sobre la mesa la copa de vino y se sentó enfrente del emisario—. ¿Y qué es lo que desea Su Majestad en esta ocasión?
En la ciudad había vástagos más viejos, más ricos y mucho más poderosos que él, y todos ellos, siguiendo las normas de la Mascarada, habían jurado lealtad al príncipe de Barcelona. Pero por algún motivo que desconocía pero comenzaba a sospechar, él siempre acababa recurriendo a Gabhran McDormant.
—Su Majestad no está muy contento con el resultado de su último encargo —comentó el emisario. Gabhran sonrió, un edificio de cinco plantas había estallado en llamas y los periódicos se hacían eco de un tiroteo entre deportivos en medio de la Diagonal. No se habían andado con delicadezas.
—Cogimos a los malos, ¿no? —respondió con fingida inocencia—. Y nada de lo que hicimos se vincula con la fauna preternatural, así que la Mascarada sigue a salvo. Como siempre.
—De todas formas —dijo el emisario que parecía compartir su punto de vista—, Su Majestad agradece discreción para su próximo encargo y algo más de… sutileza. —El emisario dejó caer una carpeta con papeles encima de la mesa. Gabhran enarcó una ceja y abrió el expediente. La fotografía de una muchacha de ojos verdes y bonita sonrisa llamó su atención.
—No me diga que tenemos que eliminarla —murmuró.
Se cuidó mucho de que su voz no transparentara el desasosiego que sentía. Sabía que los años, los siglos, habían pasado y que las cosas habían cambiado muchísimo desde los días de su niñez. Pero aun así, los ecos de su vida humana se agitaban cada vez que su objetivo era una mujer.
—No —negó el emisario—. Más bien al contrario. Su Majestad considera que, dado su pasado, usted es la persona adecuada para hacer este tipo de trabajo. Y se refiere a usted, y no a los tipos que suelen acompañarle. —Gabhran esbozó una mueca pero no dijo nada. Los tipos, como los había llamado el emisario, era una panda de indeseables poco vinculados a sus respectivos clanes que, por diversos motivos, habían acabado bajo su protección. Bueno, en realidad, era como si un puñado de garrapatas se hubiera agarrado a él y fuera imposible deshacerse de ellas. Y lo peor era que había empezado a sentir algo de cariño hacia sus molestos parásitos—. Isabella Coelho, veinticuatro años, cantante de ópera.
—¿Cantante de ópera? —se extrañó Gabhran.
—Su Majestad creyó que le parecería interesante —corroboró—. Se trata de una mujer mortal, que no sabe nada de nuestra comunidad y así debe seguir siendo. Su habilidad para camuflarse con el ganado será muy beneficiosa en esta ocasión. Fuentes ajenas a nuestra comunidad parecen indicar que hay… fuerzas, moviéndose tras la muchacha. Es imperativo que durante su estancia en Barcelona, la señorita Coelho no sufra daño alguno y se mantenga alejada de… dichas fuerzas.
—Imperativo —repitió masticando la palabra no sin cierta inquina—. Y supongo que en ninguna parte de esa carpeta aparecerá qué son esas… «fuerzas». —El emisario mostró sus incisivos al sonreír y a Gabhran se le retorcieron las entrañas al ver esa mueca—. Supongo que no puedo decir: «no, gracias» —suspiró.
—Sabe que si quiere seguir gozando de su posición en esta ciudad, eso no es aconsejable.
—Lo sé —«Lo que no sé es si me interesa seguir “gozando” de mi posición en esta ciudad»—. Era solo una pregunta retórica. Hacer de niñera de una chica guapa… supongo que podría ser peor.
—Siempre puede ser peor.
—¿Sabe? Tiene un gran sentido del humor. Deberían contratarle como animador en fiestas.
—No entiendo a qué se refiere —replicó el emisario sin variar un ápice su expresión. Se levantó de su asiento dejando la carpeta encima de la mesa—. Ahí tiene toda la información necesaria. Su horario previsto de llegada y de partida, su agenda, la reserva de su hotel… Todo lo que necesita para que la señorita Coelho pueda cumplir con sus obligaciones así como información sobre su personal. Su Majestad confía en que pueda cumplir con su cometido con discreción y eficiencia.
—Dígale a Su Majestad que iré a verle dentro de cuatro noches, tras finalizar mi cometido. Espero que tenga un hueco en su agenda para mí —dijo Gabhran, ya iba siendo hora de que el príncipe saldara parte de la cuenta que había contraído. Buena voluntad… mucha, pero tampoco era el perro de nadie.
Gabhran ojeó el contenido de la carpeta hasta que el emisario abandonó la habitación. Sus ojos volvían una y otra vez a la fotografía de la muchacha. No era bonita o, al menos, no tenía el estilo de belleza que hacía que los hombres derramaran sangre por ella. Pero tenía una sonrisa dulce y una mirada hipnótica que traspasaba el papel. Pero en toda la información que le habían brindado no había nada que pareciera indicar que la joven era algo más de lo que aparentaba ser.
—¿Qué opinas? —preguntó en voz alta.
Las cortinas cobraron vida y una forma se materializó donde antes no había nada. Gabhran no se extrañó al ver aparecer la familiar silueta árabe de su extraño compañero de piso.
—No me gustan los enemigos que se esconden tras máscaras —dijo, con su marcado acento extranjero—. No has debido aceptar.
—No he tenido opción, ¿recuerdas? —recordó Gabhran.
Elijah no dijo nada, se limitó a coger la foto de la chica y, tras observarla con cuidado, se la arrojó de nuevo.
—No es para ti —dijo, sin dar opción a réplica.
—No me gusta mezclar negocios y placer, pero gracias por el consejo de todas formas. Si necesito ayuda con las mujeres, te buscaré, no lo dudes.
El asesino asamita le ponía los pelos de punta. Todavía no tenía muy claro cómo había acabado viviendo bajo su techo. Al principio, intereses comunes les había puesto en la misma dirección, pero ahora, sencillamente seguía allí. Y cada vez que pensaba en ello menos le gustaba. No era que le hubiera dado motivos para desconfiar de él, al contrario, no sería la primera vez que Elijah le salvara la vida, pero la sospecha de que en realidad había algo más se hacía más fuerte a medida que pasaba el tiempo.
—¿Cuento contigo? —le preguntó Gabhran.
—Por ahora.
***
El sonido de la sala recreativa le recibió nada más salir al pasillo. No necesitó usar sus sentidos ampliados para saber lo que estaba sucediendo en aquella habitación. El olor a tabaco le golpeó la cara como una bofetada nada más abrir la puerta. Gabhran frunció el entrecejo al ver el suelo lleno de palomitas y restos de pizza. Si los juntaran, probablemente la pizza estaría entera, pero las gotas de sangre que desaparecían tras el armario indicaban que probablemente el repartidor no tenía la misma suerte.
—Hola, Gabhran —dijo Rick sin dejar un solo momento de aporrear el mando de la consola.
Ricardo había sido transformado en los ochenta, adicto al porno y a las novelas de series B, había vivido en el sótano de su madre toda su vida. Ahora, era un genio informático y como buen nosferatu, vivía en los sótanos de la ciudad, alejado de todo lo que significaba estar vivo. Pero la vida casi monacal de su clan no era para él. La inmortalidad apenas le había cambiado y el ático de Gabhran era mucho más confortable que su nido en las cloacas. Lo curioso era que, a pesar de lo ruidoso, feo y maloliente que era ese invitado, tenía talentos que habían resultado muy útiles. Rick era un genio de la informática en un mundo que lo virtual tenía casi tanto peso como lo real.
—Hola, príncipe —dijo Guy sin tampoco mirarle, mientras saltaba sobre el sofá y sacudiendo su melena al compás de los golpeteos casi rítmicos de la máquina que maltrataba.
—Te hemos dejado comida —dijo Rick señalando el armario sin dirigir una mirada.
—No, no lo hemos hecho —se rio Guy—. ¡Tenía hambre! —se defendió—. Y la pizza fría no vale nada.
Gabhran ya sabía lo que iba a encontrar cuando abrió la puerta y el repartidor, poco más que un adolescente de origen sudamericano, salió rodando de él. Casi por rutina, se arrodilló a su lado para comprobar que, efectivamente, estaba muerto. Rechinó los dientes e intentó calmarse antes de empezar la enésima discusión.
—¿Qué os he dicho sobre traer la comida a casa? —gruñó.
—Tú te traes a tus putas —observó Guy—. Y no las compartes.
—Mis putas regresan sobre sus dos pies y con la cartera llena, ninguna protesta y todas vuelven si las llamo de nuevo —recordó—. Cosa que no se puede decir del repartidor. Llamáis por teléfono, dais la dirección… ¿Es necesario que le dibujéis un mapa a la policía para encontrar al asesino? ¡Solo hace falta que dejéis mi tarjeta en el cadáver!
—Tranqui, niño lindo —intentó tranquilizarle el ravnos—. Aquí mi colega lo ha arreglado todo.
—Sí, Gabhran —asintió el obeso adolescente—. Hemos hecho el pedido por internet y hemos puesto otra habitación. Guy lo ha interceptado en el ascensor y luego nos desharemos del cuerpo. No te preocupes.
—Recordadme por qué estáis todavía aquí —masculló Gabhran intentando mantener el control.
—Porque eres rico —dijo Guy.
—Por la fibra óptica —dijo Rick.
—Por el servicio de habitaciones, los coches molones y porque pagas las cuentas —continuó Guy.
—Y por la playstation, el Double Sorround, la pantalla gigante con fullHD…
—El canal de porno…
—El canal de porno —corroboró Rick.
—Gracias, ahora está todo mucho más claro —gruñó Gabhran—. Ahora solo necesito averiguar por qué os aguanto yo.
—Porque nos quieres, tío —dijo Guy rodeándole con un brazo—. Somos como una jodida familia de esas que salen en el Disney Channel. Tú eres el chico guapo y popular, Rick es el friki, el estirado de Sergei es el empollón repelente, y el amigo silencioso es el tipo misterioso de pasado oscuro que trae a las nenas de calle.
—¿Y tú? —preguntó— ¿La estrella de rock venida a menos que duerme la mona en el coche y se pinta las uñas del negro mientras protesta ante cada canción que suena en la emisora?
—No —dijo Guy mientras asentía con la cabeza—. Yo soy el líder, el que lleva la voz cantante. El carisma personificado.
A su pesar, Gabhran no pudo contener una carcajada.
—Igual, igual que en el Disney Channel —rio—. ¿Desde cuándo ves tú el Disney Channel?
—Bromeas, ¿no? ¿Acaso no has visto lo buena que está la Hanna Montana esa?
—Estás enfermo —dijo Gabhran al darse cuenta de que hablaba completamente en serio—. Deshaceros de esto —dijo dando una patada al cadáver del suelo—, Su Majestad nos ha dado trabajo. ¿Sergei ha salido? —preguntó al ver que no había rastro del tremere.
—Hoy no le he visto —dijo Rick encogiéndose de hombros—. Pero pasó el día aquí. Se debió marchar a primera hora. ¿Quieres que le llame?
—No, no… él tiene su clan. Sabe cómo encontrarnos —dijo, pero no pudo menos que preocuparse. Si el clan le había requerido podía estar en problemas. Sergei había dicho que guardaría su secreto pero… ¿valía más la palabra de un amigo que la fidelidad al clan?
El Tremere original era un mago que, buscando la inmortalidad, se había condenado a sí mismo y a los suyos. La taumaturgia era poderosa, sí, de eso no cabía ninguna duda, pero no era más que una pálida sombra ante el poder de la verdadera magia. El mago había ganado la inmortalidad pero había renunciado a aquello que lo había hecho poderoso en su momento.
—¿Y qué quiere su Altísima Excelentísima y Odorosísima Majestad en esta ocasión? —preguntó Guy—. Sea lo que sea… ¡Me pido el Hammer!

—No, esta vez cogeremos la limusina —dijo Gabhran con una sonrisa—. Iremos a la ópera.


martes, 24 de septiembre de 2013

De proyectos inacabados: Vampiro

Seguro que si eres jugador de rol me comprendes: cuando más gana la partida es cuando la explicas después de jugarla. En su momento son papeles, tiradas, dados... pero cuando lo explicas, son disparos, ideas maestras, golpes de magia, y todo lo que se te pueda ocurrir.
Hace tiempo, empecé a escribir la historia de mi personaje de Vampiro: La Mascarada. Era muy viejo pero era de generación 13, es decir, un mindundi que no tenía mucho sentido. Pero yo se lo di, le hice un background cojonudo y a punto estuve de pagarlo asesinado por mi mejor amigo. Pero, oye, ¿y lo que moló? 
La cuestión es que empecé a escribir la historia del vampiro en cuestión y claro, cuando empezaron a surgir los proyectos de verdad, este proyecto se quedó en nada, a lo mejor algún día lo sigo. Por ahora, os dejo con el principio del background que tampoco hay que pasarse. 


....

Reino de Dàl Riada, s.VI d.C.
Gabhran abrió los ojos cuando los rayos del sol fueron demasiado intensos para seguir durmiendo. Estaba cansado pero, aun así, se sentía como si llevara demasiado tiempo en el reino de los sueños. Tenía la boca pastosa y áspera como si hubiera estado vomitando tras una mala noche de juerga y ahora la resaca hiciera mella en su espíritu, pero no se sentía así. Estaba cansado, estaba dolorido pero no estaba resacoso, aunque no recordaba el momento en el que se había acostado.
Destellos de recuerdos de una cacería matutina acudieron a su mente. Una carrera por el bosque, un ciervo herido que se negaba a darse por vencido, una caída… Las imágenes le asaltaron y Gabhran tuvo que volver a sentarse en la cama cuando se vio atacado por ramas y piedras mientras rodaba barranco abajo.
Se levantó con cuidado y se contempló en el espejo, con miedo de encontrar lo que su reflejo le depararía. Pero ni una sola cicatriz recorría su cuerpo. Ninguna. Sintió de nuevo el dolor punzante de la carne de su mejilla abriéndose, pero no había ninguna marca donde la piedra había golpeado su pómulo. Recordó de nuevo el fuego que se extendió por su pecho desde su costado, allí donde fue ensartado por un tronco muerto.
Cuando la puerta se abrió, su madre en persona apareció ante él con una bandeja en la mano. Su rostro se descompuso al verle de pie y a punto estuvo de dejar caer los platos al suelo. Gabhran los cazó al vuelo, impidiendo que se estrellaran contra el embaldosado.
—Madre, ¿qué sucede? —preguntó, extrañado y sorprendido ante su reacción.
—Nada, nada —dijo ella, agitando sus rizos rojos con su negativa, pero las lágrimas nublaban unos ojos que amenazaban llanto—. ¿Te… te molesta el sol? —preguntó al ver como fruncía el ceño y alzaba la mano.
—Hoy es especialmente molesto —contestó Gabhran encogiéndose de hombros—. Pero no voy a quejarme por un día soleado que tenemos. Madre… he tenido un sueño muy extraño —dijo, porque tenía que haber sido eso, ¿no? Un sueño muy vívido. Recordaba cada uno de los golpes, el dolor que a duras penas le mantenía en la línea de la consciencia, la sensación de asfixia cuando sus pulmones, agujereados, se encharcaban con su propia sangre impidiéndole tomar el aire que necesitaba…
—¿Un sueño…? —repitió ella—. Sí, pesadillas, no debes darle importancia. Pesadillas, sin más.
—¿Cómo sabes que ha sido una pesadilla? —preguntó Gabhran.
—Por… porque estás pálido —dijo—. Come algo y ya verás como te encuentras mucho mejor.
Gabhran metió la cuchara en el tazón de estofado y le dio vueltas con desgana. Sí, un sueño… Tenía hambre, el rugido de su estómago no dejaba lugar a dudas pero, por algún motivo que no alcanzaba a comprender, aquello que tenía delante no parecía alimento. Se forzó a llevarse una cucharada a la boca, ante la atenta mirada de su madre, e hizo acopio de su voluntad para tragárselo. Tierra, era como comer tierra y su estómago lo rechazó con una arcada. Antes de que pudiera evitarlo, se retorció sobre sí mismo y vomitó todo lo que acababa de ingerir.
—Lo siento —articuló entre balbuceos—. No sé qué…
Su madre se afanó en recogerlo todo, pero al hacerlo, las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
—No… no deberías beber tanto —balbuceó—. Luego pasan estas cosas.
—No recuerdo haber bebido —dijo Gabhran, cada vez más seguro de que algo pasaba. Algo que no tenía que ver ni con resacas ni con pesadillas. Algo que agitaba a su madre y arrancaba lágrimas a la mujer de piedra. Agarró sus manos y la obligó a dejar de hacer lo que estaba haciendo—. Es-Estoy bien, madre. No tengo resaca ni… ¿qué está pasando? ¿Por qué lloras?
La mujer le miró a los ojos y le abrazó con fuerza rompiendo en sonoros sollozos.
—¡Lo siento! ¡Lo siento mucho! ¡No podía dejarte ir! ¡No podía! ¡Perdí a tu padre, no podía perderte también a ti! ¡No me odies, por favor!
—¿Odiarte? ¿Perderme? ¿De qué estás hablando, madre? —preguntó, empezando a asustarse.
—Morbihen —la llamó el abuelo desde la entrada de la habitación, su rostro también tenía cierto color ceniciento y contemplaba al joven como si esperara que le salieran alas y cola en cualquier momento—, estás asustando al chico.
—Abuelo, ¿qué sucede?
—Todo a su tiempo, Gabhran —dijo alzando la mano para tranquilizarle—. Morbihen —repitió—, ha funcionado. Tranquilízate.
—¡No ha funcionado! —protestó ella ahogando los lamentos en su pecho y llenando de lágrimas su camisa de dormir—. ¡Dice que le molesta el sol y está lloviendo! ¡Y no ha podido probar una pizca de comida! ¡No ha funcionado!
—Pero está despierto, de día y no ha calmado su hambre de otra forma. Dale tiempo, todos necesitamos tiempo.
—¿De qué estás hablando? —se asustó Gabhran. Miró por la ventana, y entrecerró los ojos para resistir los rayos del sol, pero sus sospechas se agravaron cuando vio la cúpula plomiza que cubría el cielo. No era un día soleado, pero dolía como uno.
—Morbihen —insistió su abuelo, haciendo que su madre se alejara de él—, deja al chico. Lo que has hecho, hecho está, y todos tendremos que asumir las consecuencias.
—¿Qué sucede, abuelo? ¿Qué es lo que me pasa?
El anciano esbozó un rictus de dolor que ensombreció su rostro.
—Moriste, Gabhran, eso es lo que pasó. Estás muerto.
***
—Había discutido con Madre —recordó con aire ausente y la mirada en algún sitio más allá de la arboleda que rodeaba la pequeña fortaleza—. Me dijo que no saliera de caza, que había visto mi muerte en las ondas del agua y en el baile de las llamas. No la creí, eran… supersticiones. Me dijo que no siguiera al ciervo cojo. Y no lo hice —recordó con amargura—, el ciervo no cojeó hasta después de que mi flecha le hiriera. Pero entonces, ya no era un ciervo cojo, era mi presa y no podía renunciar a ella, ¿verdad? Las lluvias de los últimos días habían provocado un pequeño desprendimiento, nada grave, supongo, si Andalo hubiera ido al paso y no al galope. El suelo cedió y ambos caímos por el barranco. Recuerdo… dolor. Mi rostro, mi brazo… recuerdo el sonido de mi pierna al partirse. Y el cielo gris cuando todo dejó de moverse, justo para darme cuenta de que no podía respirar. Recuerdo que sabía que me estaba muriendo. ¿Qué sucedió tras eso?
—Las ondas del agua dijeron a tu madre dónde encontrarte —dijo su abuelo, y no había rastro de burla en su voz—. Dije a tu madre que tenía que haberte iniciado antes, antes de que sucediera todo. Antes, cuando tu espíritu todavía era maleable, antes de que decidieras seguir los pasos de tu padre y convertirte en señor de hombres.
Señor de hombres… sus aspiraciones ahora no eran más que barro en el camino. Su abuelo se lamentaba de que no hubiera escogido el camino de la sabiduría y hubiera seguido el de la fuerza, pero ahora los había perdido a los dos. Sentía que había decepcionado a tanta gente… Gabhran se mordió el labio inferior para disimular su temblor y agachó la cabeza, avergonzado, para ocultar las lágrimas.
—¿Qué sucedió, abuelo? —insistió. Una parte de él no quería saberlo, no quería saber la clase de maleficio que volvía los muertos a la vida.
—Alimañas —murmuró—. ¿Recuerdas algo de tus enseñanzas cuando aprendías los nombres de los árboles y no los estandartes de las casas que los cortaban? ¿Recuerdas cuando te hablé de los monstruos de la arboleda y los que vivían más allá de ella? —Gabhran asintió, pero la verdad era que no recordaba mucho de aquellos días—. Yo recuerdo haberte hablado de las alimañas que visten la carne de los vivos y llenan su vacío con pedazos robados de las almas de sus presas. Criaturas hermosas y terribles como la noche, seres poderosos que viven allí donde viven aquellos de los que se alimentan. Es difícil encontrarlas lejos de las urbes, y las que encuentras, suelen ser despojos. Seres débiles que escapan de las iras y limpiezas de sus mayores. Cuando su número crece en demasía, se matan entre ellos para no tener que dividir sus presas. Es entonces cuando las pequeñas alimañas aparecen en pueblos como el nuestro. Débiles, famélicos, presas fáciles para cualquiera que no los subestime  y sepa a qué se enfrenta.
»Sabíamos que había una en el pueblo. Día sí y día también las muchachas venían con síntomas de anemia a que tu madre las tratara, aduciendo su debilidad a… problemas femeninos. Pero todas tenían síntomas parecidos, sueños… poco decorosos que recordaban ruborizadas. En su defensa, diré que la inteligente alimaña nunca les hizo nada que ellas no hubieran suplicado primero, aunque fuera mediante sus hechizos demoníacos. No ha habido muertes, y la muerte no puede engendrar muerte, así que… no le dimos importancia. Quizá debimos haberlo hecho. Cuando te trajeron estabas muy malherido —continuó cambiando de tema—. Apenas un hilo de aire se escurría entre tus labios y, aunque usé todos mis conocimientos en sanar tus heridas, estas eran demasiado grandes. Solo era cuestión de tiempo que exhalaras tu último aliento. Tu madre enloqueció de dolor y se marchó. Llegué a pensar que, en su desesperación, había decidido poner fin a su vida. Recé a los dioses porque no fuera así, pero ahora creo que quizá debiera haber rezado por lo contrario. Regresó con la alimaña que seducía a las jóvenes del pueblo y le ordenó que te salvara la vida. La alimaña dijo que lo haría si ella le perdonaba la suya y ella aceptó. Yo me negué —recordó con tristeza—. Intenté hacerle ver que no sería nada más que tu cuerpo lo que viviera después. Solo un muñeco sin vida. Ella y yo discutimos largo y tendido. Durante ese tiempo, mil veces deseé que exhalaras tu último aliento. Le expliqué que, cuando morías, tu… alma saldría despedida en millones de fragmentos que se dispersarían por el mundo. Pero Morbihen siempre había sido una prometedora maga, ideó un plan por el que eso no fuera así. Ancló tu alma a la tierra antes de que la alimaña te salvara. Así que, a diferencia de las otras alimañas que llenan su vacío con los pedazos que extraen de la sangre de sus víctimas, tú tienes un alma pero no está dentro de ti, esta en el suelo que te rodea. Pero eso no cambia lo que eres, Gabhran, estás muerto y no puedes morir.
—No lo entiendo —confesó Gabhran sujetándose la cabeza con las manos. Intentaba recordar las enseñanzas que su abuelo le había brindado cuando era pequeño pero apenas podía acordarse de dragones, nombres de plantas y dioses olvidados.
—Este eres tú —dijo su abuelo alzando un vaso vacío—. Este eras tú lleno de… vida —dijo y rellenó el vaso con agua de la jarra—. Cuando se crea una alimaña, la vida estalla en fragmentos y se dispersa. —El viejo arrojó con violencia el contenido del recipiente que se dispersó por toda la habitación, salpicando las cortinas y la ropa de la cama—. La única forma que una alimaña tiene de seguir moviéndose, es robar la vida de los otros seres. —Su abuelo escupió un par de veces dentro del vaso—. No es vida, pero se le parece. Y con muchos escupitajos puedes llenar un vaso, y seguirá sin ser vida, pero se le parecerá. Con la diferencia de que necesitas que alguien tire escupitajos dentro de vez en cuando. La vida se mantiene a sí misma, este remedo no puede hacerlo. Por eso buscan sangre con tanta ansia.
Gabhran miró con asco el vaso lleno de esputos de viejo y empezó a marearse.
—Pero yo soy diferente —protestó—. Madre hizo algo…  yo no…
—Cierto, en parte —dijo su abuelo con tristeza. Llenó de nuevo el vaso de agua y derramó un poco encima de la mesa—. Te morías —recordó—, perdías tu vida gota a gota. Y lo que hizo tu madre fue recoger cada una de esas gotas y vaciarte por completo. —El anciano vació el contenido del vaso dentro de un plato—. Cuando la alimaña te transformó —dijo y sacudió el vaso vacío. Apenas unas gotas de agua salpicaron a Gabhran—, apenas tenías vida que esparcir. Morbihen la había guardado toda en otro sitio. Lo único que hubo que hacer fue volver a llenarte. Así que estás muerto, pero te han llenado con tu propia vida.
—Entonces… ¡estoy vivo! —exclamó.
—No —negó su abuelo—. Es solo una ilusión. Tu alma se queda en el plato, en esta tierra, allí donde alcanza la arboleda, si te alejas del plato, estarás vacío y tendrás que llenarte de escupitajos de otros para seguir caminando.
—O sea —dijo Gabhran comenzando a entender su situación—. Tengo que escoger entre la vida y la libertad.
—No —negó de nuevo el viejo mago—. No puedes escoger, ninguna de las dos te pertenece.
***
Montañas de legajos viejos se amontonaban delante de él y su abuelo no hacía más que sacar nuevos pergaminos cubiertos de polvo.
—¿Qué se supone que debo hacer con esto? —preguntó Gabhran con voz átona. Llevaba días sin salir de su habitación, demasiado torturado por la sombra de sus sueños desvanecidos como para encontrar fuerzas y presentar batalla a su pesadilla actual. Había rechazado toda la comida que le habían puesto delante. Y no lo había hecho por desgana o inapetencia, se había cansado de vomitar cada bocado que daba y el hambre amenazaba con torturarle de por vida.
—Estudiar —dijo el anciano mago—. Ahora tienes todo el tiempo del mundo y no puedes ir a ninguna parte. Puedes intentar hacer algo útil con tu eternidad. Para empezar, deberías intentar aprender todo lo que puedas sobre lo que eres. Y luego… ya veremos.
—No puedes convertirme en mago —recordó Gabhran—. Es un principio básico: los muertos no pueden manipular la vida. ¿Recuerdas?
—A todos los efectos, mientras permanezca en este castillo, estás vivo. Tienes tu vida al alcance de la mano y tu areté impregna cada piedra. Tenías talento, estúpido chiquillo, y lo malgastaste todo por un montón de sueños de gloria y espadas de madera.
—Los hombres de mi tío vendrán a buscarme antes de que acabe el verano —recordó Gabhran con el ceño fruncido—. ¿Qué pensáis decirles?
—Nada que no les dijéramos ya —respondió el mago—. Mandamos una misiva a los hombres de Aédan informándole de tu desgraciado accidente de caza. Para ellos y para el resto del mundo, Gabhran mac Sétna ha muerto sin descendencia.
—Ojalá hubiera podido…
—Ya ha pasado el tiempo de los lamentos, Gabhran. Tienes la oportunidad que la mayoría de nosotros no nos atrevemos ni a soñar. Tienes el tiempo para estudiar toda la sabiduría que los nuestros han acumulado desde el principio de los tiempos. Pero yo no tengo tanto para enseñártelo, así que… empezaremos cuanto antes.
—¡Y de qué me servirá! —exclamó Gabhran fuera de sí—. ¡Nunca podré hacer nada con lo que aprenda! ¡Nunca! Pasarán los años y tú te irás. ¡Pasarán los siglos y se irán las piedras! Y yo seguiré aquí, solo, hambriento y loco. Pero vivo, eso sí —añadió con sorna—. Estoy… —dudó un momento en si continuar la frase—. Estoy pensando que a lo mejor debería acabar con este estúpido experimento.
—¿Piensas… suicidarte? —Una minúscula pausa entre las palabras fue el único indicio de que al viejo le importara realmente si lo hacía o no. Un silencio que duró una fracción de segundo y que tal vez, estuviera tan solo en su imaginación.
—Quizá… —admitió Gabhran, no era como si no se lo hubiera planteado más de una vez en esos días—. En realidad, estaba pensando en irme y que sea lo que tenga que ser. —Su abuelo no dijo nada. El murmullo del viento fue la única respuesta que recibió—. Podrías fingir que te importa.
—Tienes la oportunidad que yo siempre había soñado —murmuró el anciano mago.
—Lo dudo —replicó Gabhran con desdén.
—No es necesario que empieces por los nombres de las plantas y las piedras —dijo su abuelo—. Podrías descubrir más cosas sobre lo que eres ahora. Quizá encontrarás una forma de dejar de pasar hambre, de comer comida normal o… quizá una cura.
—¿Una cura? —repitió.
—Tienes mucho tiempo para intentarlo —le recordó—. Pero quizá podías comenzar con encontrar algo para aliviar tu hambre.
—El hambre no me matará —dijo Gabhran con una mueca—. Llevo cuatro días sin comer ni beber y no me siento débil solo… hambriento y sediento. Es… molesto y doloroso, pero no mortal.
—Por ahora —admitió su abuelo—, pero irá a peor y puede que…
—¿Por qué tengo hambre, abuelo? —preguntó—. Se supone que mi vida está en el plato. Se supone que no necesito esputos de viejo. ¿Por qué tengo tanta hambre?
El anciano se encogió de hombros y señaló la montaña de legajos.
—No lo sé —confesó—. Quizá no estés completamente lleno de vida, o quizá es tu nueva naturaleza que te empuja a buscar sangre aunque no la necesites. No lo sé, pero la respuesta puede que esté en algún lugar de todo esto.
—Sangre… —Gabhran había intentado no pronunciar esa palabra en voz alta. Por supuesto, sabía de qué se alimentaban los suyos. «Los míos… esa es buena»—. La sangre me repugna —dijo, recordando que antes ni siquiera era capaz de comer carne poco hecha.
—Supongo que tus dos naturalezas se pelean entre sí. Esto es nuevo para todos, Gabhran. Nunca antes ha habido nadie como tú. Hemos puesto patas arriba el orden natural para esquivar a la muerte. Y todavía no hemos pagado el precio por ello. Ningún acto queda sin consecuencia —recordó el viejo mago—. Solo espero que cuando llegue el momento de pagar, seamos capaces de asumir el coste.



Hasta aquí lo que tenía de la versión novelizada del background. Como mínimo era original, ¿no? Pero bueno, la historia permanece allí y algún día será escrita.