El primer ratón
Ratoncillo era curioso, inquieto y trabajador. Era,
sin ninguna duda, un buen ratón. Todas las tardes iba a ver al Abuelo Ratón y
escuchaba sus historias convencido, como todo nieto debe estarlo, de que su
abuelo era el mejor.
Un día, paseando al lado del estanque, vio a la Mamá
Pato enseñar a los patitos. Uno a uno, ¡cuack-cuack!, se metieron en el agua y
empezaron a nadar. Ratoncillo se fue a
corriendo a buscar al Abuelo a Ratón y le pidió:
—¡Abuelo Ratón, abuelo Ratón! ¡Enséñame a nadar!
El Abuelo Ratón se rio a carcajadas mientras
Ratoncillo le contemplaba extrañado.
—No ha habido nunca ni habrá, un ratón que sepa nadar
—dijo.
—¡Pues yo seré el primero! —dijo Ratoncillo y se
marchó corriendo de allí. Pero si su abuelo no iba a enseñarle, ¿cómo iba a
aprender?
Ratoncillo se fue a la Mamá Pato y le preguntó:
—Mamá Pato, Mamá Pato, ¿me enseñas a nadar?
—Nunca he visto a un ratón nadar —dijo Mamá Pato—.
Los ratones no nadan.
—¿Cómo lo sabes si no has visto ninguno? —preguntó
Ratoncillo.
—Con tus pequeñas patas no podrás nadar —observó Mamá
Pato, enseñando sus patas palmeadas.
—Me esforzaré más y no parecerán que mis patas son
pequeñas —insistió Ratoncillo.
—Está bien —aceptó Mamá Pato—, te enseñaré a nadar.
¡Pero te tendrás que esforzar! ¡Y no tardarás ni un día ni dos; tardarás muchos
más!
A Ratoncillo no le daban miedo los retos y aceptó sin
dudarlo. Pero Mamá Pato tenía razón: nadar era muy difícil.
Ratoncillo no se dio por vencido y lo que hizo fue
trabajar más. Y pasado un tiempo, no un
día o dos, Ratoncillo aprendió a nadar.
*
Nadaba por la charca cuando lo escuchó. Primero no
supo lo que era. ¡Nunca había escuchado nada tan bello como el coro de las
ranas! Y corriendo, como aquella vez, se fue a buscar a su abuelo.
—Abuelo Ratón, abuelo Ratón, ¿me enseñas a cantar?
El abuelo le miró muy serio y le contestó:
—No ha habido nunca ni habrá un ratón que sepa
cantar.
—¡Pues yo seré el primero!
Y ni corto ni perezoso, se fue corriendo al estanque
de las ranas que no dejaban de cantar.
—¡Señoras ranas, señoras ranas! ¿Me enseñan a cantar?
—les pidió.
—Los ratones no cantan —dijo una primera rana.
—No he visto ninguno —dijo una segunda rana.
![]() |
Ilustración de Marta TheArt |
—Los ratones no cantan —dijo también una tercera
rana.
— ¿Cómo sabéis que no cantan si no habéis visto nunca
ninguno? —protestó Ratoncillo—. Enseñadme, por favor, quiero aprender a cantar.
—Tu voz es muy aguda —dijo la primera rana.
—No será fácil —dijo la segunda rana.
—Te tendrás que esforzar —dijo la tercera rana.
—¡Y no tardarás ni un día ni dos, tardarás muchos
más! —dijeron las tres ranas.
Pero a Ratoncillo no le daba miedo esforzarse.
Cualquiera pensaría que cantar es fácil, pero hacerlo en un coro, en el tono
justo y sin desafinar, ¡no era moco de pavo! ¡Y la voz de Ratoncillo era
demasiado aguda! Así que le costó mucho, pero supo entrenar su voz y cantar la
canción de las ranas como si fuera una rana más. ¡Una rana con pelo y cola, eso
sí!
*
Un día, mientras cantaba por el bosque, Ratoncillo se
fijó en una ardilla que trepaba corriendo a un árbol y de copa a copa saltaba.
Ratoncillo abrió muchos los ojos y se fue corriendo a buscar al Abuelo Ratón.
—¡Abuelo Ratón, Abuelo Ratón! —llamó— ¿Has visto
alguna vez a un ratón trepar y saltar de árbol en árbol?
El abuelo negó con la cabeza, pero sonreía de forma
misteriosa cuando dijo:
—No ha habido nunca ni habrá, un ratón que sepa
saltar y trepar.
—¡Pues yo seré el primero!
Y se fue corriendo a buscar a la ardilla que había
visto.
—Ardillita, Ardillita, ¿me enseñas a trepar y saltar?
—pidió con toda amabilidad.
—Es muy difícil saltar y trepar —dijo Ardillita—, y
te puedes caer y hacer daño. ¿Seguro que quieres intentarlo? ¡Te tendrás que
esforzar y...!
—¡...Y no tardaré ni un día ni dos, tardaré mucho
más! —dijo Ratoncillo que ya sabía que era muy difícil aprender cosas nuevas,
pero también sabía que merecía la pena el esfuerzo.
*
Un día, el Abuelo Ratón estaba dando un paseo y vio
como Ratoncillo se metía en el agua y nadaba, trepaba a un árbol y saltaba para
luego irse corriendo a cantar con las ranas. Sin poder evitarlo, el Abuelo
Ratón empezó a llorar.
—Abuelo Ratón, ¿por qué lloras? —preguntó Ratoncillo
muy preocupado. El Abuelo Ratón era un poco gruñón, pero él le quería mucho y
no quería verlo triste.
—Lloro porque cuando era joven yo también quería
nadar, cantar, trepar y saltar, pero mi abuelo me había dicho que nunca un
ratón lo había hecho y yo no tuve ni el valor ni la constancia para intentarlo.
—Pero Abuelo Ratón —dijo Ratoncillo—. ¡Nunca es tarde
para hacerlo!
—Nunca he visto ni nunca veré a un viejo ratón que
aprenda cosas nuevas —dijo con tristeza el Abuelo Ratón.
—¡Pues tú serás el primero! —dijo Ratoncillo—, pero
te aviso que te tendrás que esforzar. ¡Y no tardarás ni un día ni dos, tardarás
mucho más!
—Pero... ¿aprenderé? —preguntó el Abuelo Ratón.
—¡Claro! —contestó Ratoncillo—. ¡Yo te ayudaré!
—¿Ya no queda nada que quieras aprender? —preguntó el
Abuelo Ratón.
—Sí —dijo Ratoncillo señalando a Pajarín que surcaba
el cielo agitando sus alas—, ahora quiero aprender a volar.
—¡Nunca ha habido ni...! —El Abuelo Ratón no
continuó, asintió con la cabeza y sonrió —. Ve y esfuérzate mucho —dijo.
Si
os fijáis en las tardes de verano, justo cuando se pone el sol, veréis que no
son pájaros aquello que surca el cielo. Mirad bien y descubriréis que los
ratones vuelan.