domingo, 17 de mayo de 2009

El Cazador de Arañas

Este relato corto fue mi desastrosa participación en el certamen Calabazas en el Desván. Como os podéis imaginar, me dieron calabazas.





El Cazador de Arañas


Matías era uno de esos chicos que, sin pretenderlo, llevaban colgado el cartel de “Pégame una patada en el culo”. Más bien bajo y delgaducho, con enormes gafas de pasta y dientes de conejo, era un chaval solitario, o, si no lo era, siempre estaba solo. Se quedaba sentado en el escalón de su casa, leyendo cómics, mientras los otros cuatro muchachos del pueblo jugaban a la pelota en la misma plaza. A mí me daba pena, era un poco raro pero no por ello me parecía bien que los otros chicos le hicieran el blanco de sus bromas. Después de todo, en el pueblo éramos pocos y todos nos conocíamos desde pequeños.
Era una tarde de Agosto, el verano casi había acabado y ya pronto volveríamos a casa y no nos veríamos hasta el año que siguiente. Recuerdo que soplaba un aire fresco y el cielo empezaba a encapotarse. Nosotros regresábamos del río, mojados, sin más ropa que el bañador y una toalla sobre los hombros. Alguien explicaba alguna historia absurda y nos estábamos riendo cuando nos cruzamos con Matías. Éste iba vestido con un chaleco caqui repleto de bolsillos, llenos a su vez de incontables botecitos de cristal. Además, iba cargado con un par de grandes libros. Alguno de los chicos hizo una broma estúpida sobre un gran cazador que se iba de safari y todos se rieron. Todavía no sé cuál fue el que le hizo la zancadilla. Matías cayó de bruces, perdió sus gafas y los libros aterrizaron a un par de metros con las hojas abiertas mientras un montón de botes de cristal se desperdigaban por el suelo. Ellos siguieron caminando como si nada, apenas si dedicaron algún comentario despectivo al chaval arrodillado en el suelo. Les vi alejarse y decidí quedarme.
- “Guía de Campo de Arañas y Ciempiés” - leí en voz alta mientas recogía uno de los libros del suelo. - Odio las arañas, no me gustan los insectos. - dije, y era verdad.
- Bueno, - dijo él, - las arañas no son insectos, - creo que mi cara debía reflejar algún tipo de interrogante porque se apresuró a explicarse sin dejar de recoger los botes que rodaban a su alrededor,- los insectos tienen seis patas.
- Vaya, - dije sonriendo, - sabes mucho sobre arañas.
- Me encantan, - dijo con entusiasmo- son unos animales fascinantes. ¿Sabías que sus telas son más resistentes que un cable de acero? Y cazan presas que son mucho mayores que ellas, en Sudamérica hay una araña que caza gallinas y otras cazan ratones. Y hay unas que te inyectan un veneno que empieza a digerirte poco a poco y luego ellas absorben los líquidos que se forman. Pero,- se apresuró a añadir al ver la expresión de mi cara,- las de aquí no. Las de aquí apenas pican. De verdad.
- Fascinantes.- repetí yo sarcásticamente. - Toma tus gafas, creo que se te han roto. - todavía conservaban los cristales pero una patilla se había partido por la mitad.
- Al menos puedo ver.- dijo poniéndoselas encima de la nariz. Apenas lo hubo dicho, las gafas resbalaron y quedaron torcidas.
- Espera, creo que puedo ayudarte.- mi bañador no tenía bolsillos pero yo llevaba un pequeño monedero negro, propaganda de algún bar que no recordaba, en cuyo interior había un par de euros en monedas pequeñas, las llaves de casa y dos tiritas azules con dibujos de delfines. Sólo hacía un par de días que me había comprado las sandalias y me hacían ampollas en el talón, así que, en un derroche de previsión poco habitual en mí, había hecho acopio de tiritas. Cogí una de ellas y la enganché alrededor de la patilla rota de la gafa. Todavía se movía un poco y había quedado un poco torcida, pero al menos las gafas no se le caerían.
- ¡Gracias! Me servirá hasta que vuelva de mi excursión. Voy a cazar arañas. ¿Quieres venir?
- No, gracias,- dije,- pero espero que caces muchas. Aunque yo que tú no iría muy lejos, creo que va a llover.
Se despidió con la mano mientras se alejaba por el camino.




Llevaba cuatro días lloviendo sin parar, cuatro días desde que Matías había abandonado su casa para ir a buscar arañas, cuatro días desde que me despedí de él en el camino al río y cuatro días desde que desapareció sin dejar rastro. Yo estaba sentada en el alféizar de la ventana, viendo como las gotas de lluvia dibujaban senderos en el cristal pero mis pensamientos volaban hacia Matías y aquella última conversación que habíamos mantenido.
-No vayas muy lejos. – murmuré en voz baja recordando el consejo que le había dado antes de que se marchara y que indudablemente no había seguido. Esos cuatro días se habían sucedido las partidas de búsqueda. Los escasos vecinos que quedaban a esas alturas de verano, se habían unido y, mientras unos peinaban el bosque bajo la inclemente lluvia, otros arropaban a la familia, que como era habitual en esta difícil situación, estaban destrozados. A mí se me encogía el corazón y los ojos se me anegaban cuando recordaba el llanto desconsolado de su madre. Miré distraídamente hacia el río, todavía esperaba verlo aparecer con sus botes de cristal llenos de arañas y las gafas remendadas con mi tirita de delfines, pero por el camino sólo venía uno de los equipos de búsqueda y a juzgar por la expresión de sus caras, no habían encontrado nada. Una parte de mí se alegró por ello, después de todo, conforme pasaba el tiempo las únicas noticias que se esperaban no traían consigo ninguna esperanza.
Una pequeña araña apareció colgando de un hilo invisible. Soplé con suavidad para evitar que cayera encima de mi pierna y el animalito se debatió enérgicamente con sus ocho patas para acabar asiéndose a la pared. No son insectos, los insectos tienen seis patas. Sonreí al recordar las palabras de Matías aunque también me estremecí. Hay arañas que cazan presas que son mucho mayores que ellas. Aunque dudaba de que esa diminuta araña negra fuera capaz de hacer daño a alguien que no fuera un mosquito.
El timbre de la puerta me sacó de mi ensoñación. No había nadie más en casa, mi madre estaba en casa de Matías consolando a su madre y mi padre debía de estar todavía en el monte ya que no formaba parte del grupo que acaba de llegar al pueblo. Era la policía y quería hablar conmigo, otra vez. Se trataba de dos agentes del pueblo vecino, un pueblo no mucho mayor que el mío, supongo que el caso todavía no había adquirido el suficiente cariz mediático para atraer a personal más cualificado. Seguramente se debía a que creían que Matías se había escapado de casa ya que la relación con sus padres, y con el resto del mundo, no era muy buena y, según ellos, era un hecho habitual en muchachos de su edad. Había sido la insistencia de los vecinos y de la familia lo que hacía que el caso se mantuviera abierto a pesar de la indiferencia de las autoridades locales. Todas las pesquisas habían resultado infructuosas así que ahora intentaban una nueva estrategia: al parecer, yo había sido la última persona en hablar con Matías así que querían reconstruir los pasos del chico desde lo último que sabían de él, la conversación que habíamos mantenido. Por supuesto accedí en seguida. Como todo el mundo deseaba fervientemente hallar a Matías o cualquier indicio que nos hiciera pensar que estaba bien, que efectivamente, como creían los agentes, se había marchado de casa por su propio pie y volvería en unos días tras haber vivido la aventura de su vida. Corriendo, me puse las botas de montaña y el chubasquero naranja encima de mis pantalones cortos y mi camiseta de tirantes y acompañé a los agentes al sitio exacto donde Matías y yo habíamos mantenido la última conversación. Al verme salir de casa escoltada por la policía, uno a uno, los vecinos iban abandonando las suyas y me seguían como las ratas al flautista. Al advertir la creciente comitiva, me puse colorada por la vergüenza. No creía que fuera a pasar nada importante, después de todo, qué podía aportar que no hubiera dicho ya.
Cuando llegamos al punto en cuestión, el camino de tierra y grava que llevaba al río se había convertido en un lodazal. Yo repetí mi historia por enésima vez en voz alta, expliqué que se había caído, aunque omití que había sido por una zancadilla, expliqué que se le habían caído las cosas y que yo le ayudé a recogerlas. Expliqué que se le habían roto las gafas y que había intentado arreglárselas con una tirita. Incluso expliqué por encima la conversación sobre las arañas y señalé con el brazo la dirección que tomó para, según sus propias palabras, ir a cazar arañas.
- Su tío es entomólogo.- dijo la madre de Matías con la voz quebrada por el llanto, se había unido a la comitiva y se mantenía entre sollozos ayudada por mi madre que me escrutaba con mirada inquisidora. – Le regaló un par de libros de bichejos y botecitos para recogerlos, ¡cómo si a alguien le fueran a gustar los bichos! ¡Hasta que él no llegó mi Matías no sabía ni qué era una araña! ¡Todo esto es culpa suya!
“Podría ser”, pensé yo. “Después de todo, cuántos niños de doce años se van a cazar arañas.” Suspiré y seguí caminando en dirección al río. Los agentes se quedaron rezagados, buscando entre las matas alguna pista que hubiera pasado inadvertida. Pero era inútil. Las huellas que hubieran podido dejar habían desaparecido tras cuatro días de incesantes lluvias. La gente del pueblo murmuraba detrás de mí, creo que ni siquiera se habían dado cuenta de que yo ya había comenzado a caminar. Intentaba pensar, actuar como Matías. Matías había ido en busca de arañas así que: ¿dónde se iría alguien a buscar arañas? ¿Dónde viven las arañas? Lo primero que me vino a la cabeza fue la imagen de las enormes telarañas que se formaban en mi desván, por mucho que mi madre las limpiara enseguida volvían a estar allí. Pero no creía que Matías estuviera buscando ese tipo de arañas. No, Matías se había ido en dirección al bosque. A veces, paseando por el bosque me había encontrado telas de araña colgadas entre las ramas de los arbustos, normalmente, con una amenazante araña amarilla en el centro. Hay arañas que cazan presas que son mucho mayores que ellas. Las palabras de Matías me sacudieron de nuevo, rechacé la terrorífica idea que se había formado en mi mente. Según él mismo, las de aquí no hacían eso. ¿Verdad?
El camino que llevaba al río estaba franqueado por un talud de tierra por el que asomaban las raíces de los árboles y de las plantas que crecían en la montaña. Las raíces tenían tonos verdes y amarillos y se mezclaban con pequeñas y numerosas telarañas que se mantenían incólumes a pesar de la lluvia, resguardadas en las oquedades del terreno. Allí había arañas, aunque en ese momento no viera ninguna. Seguramente Matías había intentado cazar en esa pared pero ahora no había ningún rastro de él. Seguí caminando con la vista fija en el talud, como si eso me pudiera ayudar a encontrarlo, no sé cuánto tiempo caminé perdida en mis pensamientos hasta que vi la primera araña, debió de ser bastante porque ya había cruzado el río y volvía a tener una multitud detrás de mí que me seguía como si tuviera alguna idea de lo que hacía. Alguien me preguntó qué estaba buscando, y yo le contesté que arañas. Debió de parecerle algo lógico porque su rostro se iluminó como si hubiera respondido un acertijo y no volvieron a preguntarme.
Alguien gritó desde la maleza, habían encontrado algo pero por sus gritos no era a Matías. Al parecer era un animal muerto. El perro del párroco del pueblo que había desaparecido también un par de días antes, se trataba de un enorme pastor alemán que respondía al nombre de Chucho. La placa del cuello indicaba que, efectivamente, se trataba de Chucho pero el animal estaba consumido, tan sólo quedaban de él la piel y los huesos y, si no hubiera sido por la placa, nadie hubiera dicho nunca que se trataba del mismo perro que todos habían visto alguna vez correteando por las calles y persiguiendo coches. Uno de los vecinos me advirtió que no me acercara pero no le hice caso. No tenía que haber mirado pero mi curiosidad era más fuerte que yo. Me arrepentí enseguida de haberlo hecho. Pensé que iba a vomitar pero en el último momento, en un alarde de autocontrol, fui capaz de contenerme. Intenté olvidarme de Chucho. Intenté olvidarme de las arañas que había visto recorriendo el cadáver. Intenté olvidar el escalofrío que recorría mi espalda y, sobretodo, intenté olvidar las palabras de Matías que se repetían como un bucle en mi cabeza: Hay arañas que cazan presas que son mucho mayores que ellas.
Regresé al camino e intenté recordar lo que estaba haciendo antes de la aparición del perro. Estaba buscando arañas. Arañas, ¿a quién se le ocurre buscar arañas? Caminé alejándome del pueblo, apenas habíamos recorrido un kilómetro, si Matías hubiera estado tan cerca alguien le hubiera visto, ¿o no?

Fue entonces cuando las vi. Vi arañas, arañas pequeñas y negras que se movían zigzagueando en una misma dirección, como un reguero de hormigas. De nuevo, un escalofrío recorrió mi espalda y lamenté no haber perdido unos minutos en buscar una chaqueta antes de salir de casa. ¿De dónde venían todas esas arañas? La respuesta a mi pregunta estaba unos metros más adelante, debía de ser la madriguera de un tejón o algo así ya era un agujero grande y profundo del que no se veía el final. Una enorme boca negra que se abría en la pared apenas visible ya que estaba ocultado tras las ramas de un arbusto y medio camuflado por las raíces que colgaban del techo. Enormes telarañas, mayores de las que se formaban en mi desván, tapizaban sus paredes pero parecía que algo, o alguien, las había estropeado. Quizás el tejón o le animal que allí viviera había vuelto. Quizás algún perro se había metido buscando ratones. Ese último pensamiento fue una mala idea, intenté sin remedio descartar la imagen del perro del párroco completamente seco. Nadie en sus cabales se adentraría en un sitio así pero algo me decía que Matías lo había hecho.
- Creo que está ahí. - dije con voz trémula. Los vecinos me miraron extrañados. No podía explicar por qué pero estaba segura de ello. Cientos de pequeñas arañas negras salían del agujero, muchas más que la pequeña hilera que había estado siguiendo. Me fijé en algo que brillaba en la oscuridad, contuve la respiración y metí la mano en el agujero intentando con todas mis fuerzas ignorar a las arañas. Notaba las gotas de sudor frío en mi frente confundiéndose con la lluvia, estaba temblando y no era de frío. No necesitaba ver películas para esperar que cualquier cosa surgiera y me mordiera la mano. Nada pasó. Palpé la superficie arenosa hasta que mis dedos toparon con un objeto duro. Antes de sacarlo ya sabía que era: unas gafas de pasta con una tirita azul con delfines dibujados.
Creo que fue en ese momento cuando comencé a llorar desconsoladamente. Me doblé sobre mí misma sollozando, agarrando las gafas con fuerza. Estaba aterrada porque sabía que él estaba ahí dentro pero... ¿cómo había entrado allí? ¿Por qué lo había hecho? Por mucho que me imaginara nada podía prepararme para lo pasó a continuación. Un par de hombres me apartaron con brusquedad y uno de ellos cogió una linterna y se introdujo en la cavidad hasta la cintura ignorando los centenares de arañas que se apresuraban a abandonar el agujero. Luego, el hombre salió bruscamente, se echó a un lado y empezó a vomitar. Alguien gritó, puede que fuera yo, en el agujero, estaba el cuerpo de Matías, con el rostro consumido, contraído en una mueca de terror y sus ojos inertes abiertos de par en par. De su boca salía un río interminable de arañas.
Hay arañas que cazan presas que son mucho mayores que ellas.

7 comentarios:

Odrayak dijo...

¡Que angustia de arañas!
Muy bueno, me ha mantenido en vilo todo el rato pensando que le habría pasado al pobre chaval. Aunque te lo imaginas por la frase de "las arañas cazan presas que son mucho mayores que ellas" algo te incita a creer que el final será otro.

Bryoria dijo...

Y yo andaba pensando quién demonios será el que lee mi blog...
¡Un saludo!

Unknown dijo...

ya te ije hace un tiempo que el relato está muy bien .

¿ cómo es que no lo has guardado para moverlo por ahí?

Bryoria dijo...

Porque no me acaba de convencer y, probablemente, hubiera acabado muerto de asco en una carpeta del ordenador hasta que formateara el disco duro. Así, al menos, lo saco de paseo.

Unknown dijo...

pues tambien tienes razón ..

Anónimo dijo...

Yo lo hubiera guardado... nadie sabe donde se va a encontrar una araña... no siempre te vas a encontrar calabazas ;-)

El Profesor Frink dijo...

Oh, muy bueno, me alegra haberme decidido a leerlo. Sabes por donde flojea quizá? Parece que ocurre todo en un bucle de tiempo, no da la sensación de que avance la historia desde que la van a buscar los agentes hasta que descubre la cueva.

Por otro lado... Alguien de aquí ha leído el relato de 'las ratas en las paredes'?

Acurrúcate y canta, acurrúcate y canta, acurrúcate y canta....